sábado, 16 de abril de 2011

Renacimiento o nueva Edad Oscura. Pablo de Tarso, el predicador cristiano ante los filósofos atenienses.


                                                                  Imagen: La Historia con Mapas

El altar del dios desconocido

Por: Rafael Argullol (Escritor)

En el desconcierto de nuestros días siempre resurge la misma duda: ¿estamos ante un nuevo Renacimiento o ante una nueva Edad Oscura? Los más pesimistas no tienen dudas con respecto a la inminencia de un tiempo tenebroso, y ven en signos e indicios el anuncio inminente de la catástrofe, en tanto que los más optimistas -o simplemente menos pesimistas- se tranquilizan presagiando una era dorada, gracias especialmente a la ciencia y a la técnica. Lo cierto es que hay argumentos para reivindicar ambas posiciones, y quizá esto sea lo propio de cada época y de cada presente: la ambigüedad extrema del futuro y la imposibilidad de formular profecías, a no ser que uno se ampare en doctrinas religiosas o ideológicas, que siempre tienen una perspectiva visionaria del porvenir.

Bajo la advocación de un dios -fuera este de la religión o de la ideología-, el hombre se atreve al pronóstico porque la doctrina que abraza necesariamente le reclama un futuro mejor, cuando menos a largo plazo (el cristianismo ofrecía la salvación; el comunismo dibujaba la igualdad; la Ilustración se consolaba de las penurias del presente con promesas de libertad y progreso). El problema surge cuando el dios está ausente, y el altar vacío. Cuando los templos, también laicos, están deshabitados, como sucede en nuestros días, el pronóstico se hace imposible. ¿A qué juego vamos a apostar si ni siquiera sabemos las reglas del juego? Cuando el altar está vacío podemos, como máximo, adorar a los ídolos del presente -en los estadios, por ejemplo, o en los festejos lúdicos-, pero nos representa una gran temeridad, o nos produce una insoportable pereza, ir más allá de esto. Y esta indolencia, esta apatía, para bien o para mal, nos deja indiferentes ante lo que pueda suceder en un futuro siempre demasiado lejano y con escasas ilusiones de intervención en su modelaje.

Si nos interesara el pasado -que tampoco nos interesa demasiado, en estricta simetría con nuestro desinterés por el porvenir- descubriríamos hasta qué punto es decisivo el tipo de dios que ocupará el altar vacío. Porque de lo que no hay duda es de que siempre hay un dios desconocido que acaba ocupando el trono de los viejos dioses.

Hace 2.000 años Pablo de Tarso vio esto con una claridad difícil de superar. Entre sus muchos méritos el mayor era la capacidad de observación, fruto de su extraordinaria energía nómada. San Pablo, como todo observador lúcido de un mundo en transición, sabía que las ideas y los mitos circulaban con las caravanas y se discutían en las tabernas y posadas del camino. No hubo caminante capaz de competir con Pablo de Tarso, de quien se calcula que entre la conversión al cristianismo, cuando se dirigía a Damasco, y su martirio en Roma recorrió 30.000 kilómetros. De la Arabia profunda a Macedonia, de Corintio a Roma, y según alguna leyenda también a España. Viajaba casi siempre a pie, solo o con algún discípulo, a un promedio de 30 kilómetros por día.

San Pablo, hombre de convicciones firmes, no era un gran orador, pero al parecer, con su actitud y su fe, tenía una enorme capacidad de persuasión. Se impuso en las ciudades de Oriente Medio y Asia Menor. Sin embargo, tuvo grandes dificultades en Atenas. Konstantino Kavafis, en un precioso poema, ha evocado el enfrentamiento entre el predicador cristiano y los filósofos atenienses. Aunque Atenas era ya tan solo una pequeña ciudad de provincias del Imperio Romano seguía contando con potentes escuelas estoicas, epicúreas y cínicas. Los filósofos, grandes argumentadores, desarmaban al infatigable Pablo.

Hasta que este tuvo una ocurrencia genial: recordó haber visto, a las afueras de la ciudad, el altar al dios desconocido. En realidad, en la antigua Grecia, este tipo de altares no eran insólitos y en ellos se conmemoraba a los dioses sin nombre propio, un poco como en nuestra Fiesta de Todos los Santos o en nuestra Tumba al Soldado Desconocido. Pero Pablo se agarró a lo que le pareció una oportunidad y explicó que él, precisamente, anunciaba la venida de aquel dios desconocido. La estratagema surgió, al parecer, cierto efecto entre los oyentes y, aunque san Pablo abandonó Atenas sin el predicamento obtenido en otras ciudades, había logrado colocar la piedra angular del edificio en construcción. El altar estaba vacío pero pronto se llenaría con un nuevo dios que despertaría el entusiasmo de las multitudes.

Antes que Kavafis, otro poeta, Giacomo Leopardi, se había preguntado cómo una doctrina del talante de la cristiana, mucho menos sofisticada que la clásica, había terminado por imponerse en todo el Imperio Romano, y cómo fervorosos pero poco avezados predicadores, encabezados por Pablo de Tarso, habían desplazado a maestros de la palabra y del discurso de la talla de los filósofos griegos.

La respuesta la da el propio Leopardi: este mundo -el de los filósofos griegos-, pese a su decadencia imparable, era todavía brillante pero carecía de lo que el poeta italiano califica como valores de ilusión. En otras palabras, estaba falto de fuerza en medio de su exquisitez. Era un mundo sin ilusión, sin mística, la refinada sombra de una grandeza perdida. No estaba en condiciones de hacer frente a una invasión espiritual entusiasta.

Por el contrario, al mundo predicado por san Pablo, tosco en muchos aspectos, le sobraba entusiasmo y era capaz de ofrecer a la multitud el espejismo de la salvación. Tenía valores de ilusión, tenía fuerza: podía hacerse con el altar del dios desconocido. Lo ocuparía durante los 2.000 años siguientes, si bien en una parte de este periodo tuvo que compartirlo con otras ideologías que se presentaron como nuevos dioses. Las utopías sociales o ilustradas, por ejemplo.

Hoy día da la impresión de que las cosas han vuelto al punto en que las encontró el infatigable viajero Pablo de Tarso cuando, al acercarse a Atenas, divisó el altar del dios desconocido e interpretó, con razón, que el trono estaba vacío. Ninguna fuerza crea valores de ilusión, acaso con la excepción de la codicia; pero la codicia, por sí sola, únicamente reproduce el baile alrededor del Becerro de Oro al ritmo de un frenético presente continuo.

En el horizonte, aparentemente, no hay pretendientes capaces de ocupar el altar vacío. Podría suceder que el altar ya se hubiera quedado vacío para siempre y que nos hayamos adentrado en una humanidad ajena a las ilusiones, por apatía, por escarmiento o por sano escepticismo.

Sin embargo, también es posible -y probable- que ahora mismo, a pesar de nuestra ignorancia al respecto, se esté incubando el nuevo aspirante a ocupar el altar del dios desconocido. Y que de la naturaleza de ese dios dependa que nos encaminemos a una Edad Oscura o pongamos rumbo hacia un Renacimiento.

Fuente: Diario El País (España). 16/04/2011.

martes, 12 de abril de 2011

Democracia y religión. El autoritarismo y las Iglesias. El judaísmo, cristianismo e islamismo frente a los desafíos de la libertad.

¿Puede Dios ser democrático?

Por: Juan Arias

Podría parecer una provocación, en este momento en que tantos ciudadanos están sacrificando su vida en la defensa de la democracia y de la libertad -dos vocablos sinóni-mos- en los países árabes, que nos preguntásemos si Dios puede ser democrático.

No lo es. Justamente, en este momento, en la nueva revolución que viven los pueblos de Oriente, están de alguna manera presentes las tres grandes religiones del Libro, las tres fes monoteístas de la Historia: judaísmo, cristianismo e islamismo.

Muchos de los miedos en esta hora que la humanidad vive con aprensión, perplejidad y esperanza al mismo tiempo, están impregnados de tintes religiosos. Baste recordar el miedo a que los movimientos islámicos extremistas y antidemocráticos puedan llegar al poder bajo la excusa de derrotar al tirano de turno.

Israel está perplejo. Es acusado de preferir la perpetuidad de regímenes dictatoriales, fieles a él, en detrimento de las democracias que podrían florecer en estos tiempos de la revolución de los jazmines. Israel es hija del Libro, de la Biblia, del Dios único del Sinaí, enemigo feroz de los ídolos, un dios que no fue ni podía ser democrático, pero que era también el Dios que liberaba a los esclavos de los faraones egipcios.

Los cristianos oficiales, la otra religión monoteísta, están a mi parecer, demasiado callados ante la revolución en curso en busca de la democracia árabe. No debería extrañar. No hace ni un año, el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Tarcisio Bertone, afirmó taxativamente que la Iglesia "no puede ser democrática" porque en la Iglesia el "poder es indivisible".

El Vaticano sigue siendo una monarquía absoluta, difícilmente permeable a los valores democráticos modernos. Y la Iglesia católica ya vivió regímenes teocráticos tiranos; ya usó y abusó de la Inquisición y de las guerras de religión. Una Iglesia en la que el Papa goza de la prerrogativa de la infalibilidad y del poder de excomunión, no puede ser democrática.

Y, sin embargo, hoy, quizás más que nunca en el pasado, es cuando los seguidores de las tres grandes religiones monoteístas -judíos, cristianos y musulmanes- empiezan a ser sensibles a los valores modernos de la democracia, la mejor forma hasta hoy conocida, de expresar esa verdad irrenunciable de que todos los seres humanos son iguales y de que ninguno ha sido escogido por ningún dios para gobernar sobre los demás; muchos sacrifican sus vidas en la defensa de este principio sacrosanto de que todos somos igualmente libres.

Como en la antigua Grecia democracia era sinónimo de libertad, también hoy ese binomio es indivisible. Y ese es el gran interrogante de todos los creyentes de hoy, cómo conciliar su fe, que se funda en el absolutismo religioso, en que el poder se regala pero no se participa libremente, con los principios irrenunciables de los valores democráticos en los que el poder está en el pueblo, es de todos y no de alguien que se lo apropia.

En estas horas, sería importante que los seguidores democráticos, de las tres religiones que intrínsecamente no lo son, hicieran un esfuerzo para intentar conciliar las exigencias de su fe con el rechazo a los tiranos y tiranías, admitiendo que la peor de las democracias es mejor -yo diría más divina- que la mejor dictadura castradora de libertades.

Hice, como enviado primero del desaparecido diario Pueblo y, después, de este diario, más de 100 viajes con los papas Pablo VI y Juan Pablo II. Visitamos otros tantos dirigentes mundiales, dictadores y demócratas. Con tristeza tengo que reconocer que las simpatías del Vaticano, y hasta una cierta connivencia, era más evidente con los gobernantes y monarcas absolutos, con los dictadores de turno, de derechas o de izquierdas, que con los regímenes democráticos modernos. Aún recuerdo, por ejemplo, con innegable disgusto la familiaridad y campechanía de Juan Pablo II con el dictador chileno Pinochet en su palacio, donde se asomaron juntos desde una de sus ventanas para dar la bendición a los fieles presentes.

El Vaticano siempre se ha sentido incómodo con los valores de la democracia que nunca usó ni en su pequeño Estado independiente, regalo del dictador Mussolini, ni en el gobierno de la Iglesia, donde no existen votaciones para la creación de sus jerarquías.

Y, sin embargo, sin el apoyo de judíos, cristianos y musulmanes será difícil que el deseo que empieza a sacudir positivamente a los países árabes en busca de una democracia nunca conseguida, pueda convertirse en un sueño que nadie soñaba.

No sé si el dios de las iglesias y de las religiones puede ser democrático. Sí sé que la sangre derramada en las plazas de los países árabes en busca de democracia y contra la tiranía es del mismo color y valor de la sangre derramada en el madero del Calvario, la del profeta judío sacrificado por haber afirmado que todos los seres humanos, desde los Herodes del poder a los leprosos abandonados en las cunetas de la vida, eran iguales, porque todos tenían la misma dignidad de hijos de Dios.

Fuente: Diario El País (España). 13/04/2011.