domingo, 29 de abril de 2012

George Orwell y la guerra civil española. Homenaje a Cataluña.


El mensaje de Orwell

El optimismo de aquella gente martirizada por la guerra civil que describe el escritor inglés, se basaba en la confianza en el futuro y en esa sensación de que el mundo iba a convertirse en un lugar mejor. A partir de ahí, hay que empezar a fundar el porvenir.


Por: Jordi Soler. Escritor. Sus últimos libros son Diles que son cadáveres y Dalí y la más inquietante de las chichas yeyé (ambos en Mondadori).
Hace 75 años, el escritor inglés George Orwell, llegó a España, con el proyecto de pelear en la Guerra Civil. En su viaje desde Inglaterra, hizo una escala en París, que aprovechó para completar un trámite en el consulado español y, sobre todo, para conversar con Henry Miller. Los escritores se tenían mutua admiración a pesar de que, o quizá justamente por esto, la obra de Miller estaba situada en las antípodas de la de Orwell.
El secretario del escritor neoyorquino escribió un registro de aquel encuentro, que fue amistoso, entrañable e ideológicamente muy tirante. Cuando Orwell le explicó su proyecto de viajar a España para combatir el fascismo, y habló del deber moral que, desde su punto de vista, tenían los escritores frente a aquel formidable enemigo, Miller trató de hacerle ver que aquellas ideas eran propias de un boy-scout, y después le dijo textualmente: “Ir a España en este momento es el acto de un idiota”.
Al final de aquella reunión, Miller hizo su contribución personal a la causa de la República Española: le regaló a Orwell su abrigo de pana.
Con ese abrigo de pana llegó el escritor inglés a Barcelona, a principios de 1937. Se apuntó en el cuartel Lenin y se vistió con el uniforme que le adjudicaron y que él identificó inmediatamente como multiforme, porque las prendas no coincidían, ni entre ellas mismas, ni con las de ningún otro miliciano.
“Como estábamos en España, todo se hacía sin ton ni son”, nos cuenta Orwell en el primer capítulo de ese libro raro, estruendoso, conmovedor y hermosísimo que es Homenaje a Cataluña. Un libro que es, en realidad, un homenaje a ese mundo lleno de ideales, de solidaridad y de respeto por el otro que, en esta época nuestra tan dineraria y feroz, cuesta trabajo concebir.
Además del multiforme a Orwell le dieron un rifle antes de partir con su tropa rumbo al frente de Aragón. La verdad es que Orwell no pegó ni un solo tiro, al contrario, se llevó una bala fascista en la garganta que, años después, terminó matándolo. Pero, sobre todo, prestó un servicio impagable a la humanidad con la obra literaria que produjo su aventura en España, y que se suma a esas otras dos novelas suyas inolvidables que son Rebelión en la granja y la escalofriante 1984, por cuyas páginas siguen circulando esas ratas horribles, que venían de comerle el cinturón a los milicianos de Homenaje a Cataluña.
De su llegada a Barcelona hay una fotografía, de Agustí Centelles, que lo dice todo: al final de un pelotón de republicanos bajitos, y rigurosamente multiformados, se yergue al fondo de la fila un tío alto, de abrigo de pana y bigotito, que saca a todos la cabeza y que es, por supuesto, George Orwell.
¿Qué hacía ese marciano inglés en la Guerra Civil?, ¿qué hacía ese escritor, educado en Eton, jugándose la vida en otro país para combatir el fascismo? ¿quién de nosotros, habitantes de este milenio metalizado y frívolo, se jugaría el pellejo por defender una manera de ver y de orientar la vida, una cosa tan etérea como una idea o un concepto?.
Lo cierto es que entonces, hace nada más 75 años, miles de extranjeros se apuntaron voluntariamente para venir a España a hacer la guerra, sin más, ni menos, estímulo que sus convicciones.
Hoy George Orwell puede parecernos un marciano porque ¿quién en su sano juicio, va ir a pegar tiros a otro país, dejando en el suyo su pisito, su automóvil, su mutua médica, su plan de jubilación y su nicho pre-pagado en el cementerio? La respuesta es que, en el mejor de los casos, muy pocos. El mundo ha cambiado radicalmente, las ideologías se desvanecen, los ideales flaquean, ya no se sabe a qué parte de la derecha pertenece la izquierda y hoy la gente, para creer en algo, tiene que verlo en Google. A menos que se trate de dinero o propiedades, dos elementos del paisaje mental contemporáneo en los que todos seguimos teniendo una inquebrantable fe.
Pero resulta que la crisis económica, que se ceba en España con insultante entusiasmo, nos va dejando sin pisito, sin automóvil, sin mutua y sin nicho en el cementerio, y todo sin haber ido a hacer la guerra, sin pegar un tiro, sin haber hecho absolutamente nada. Es más, nos ha dejado así después de habernos comportado como buenos ciudadanos, que pagan sus impuestos y se conducen con decencia.
En lugar de enfocar esto como una tragedia, que sería lo natural, tendríamos que verlo como una invitación a reconvertirnos en otra cosa, en un marciano como Orwell, por ejemplo. Y para esto basta con cambiar el punto de vista, mirar más allá de los escombros, de los cascotes y las columnas de humo que va dejando esta crisis, y reconducir el desconcierto, la desazón y la cólera que ésta produce, hacia un sitio diferente, más allá del desánimo general que lo paraliza todo. En lugar de estarnos mirando la punta de los zapatos, podríamos mirar hacia el horizonte y, una vez ahí, trazar una cartografía íntima para ver en qué punto, precisamente, nos encontramos.
Quién logra trazar esta cartografía íntima ya ha observado, reflexionado, sacado conclusiones de su entorno y su circunstancia, como lo haría un solitario del calibre de George Orwell, no en la Guerra Civil que ya pasó, sino frente a esa turbulencia que han generado los chacales financieros, y la incapacidad de los Estados para contenerlos, ese poder oscuro contra el que el individuo común no puede defenderse, pero sí que puede mantener “una guerra sin batalla, una guerra de guerrillas”, para utilizar el concepto que proponía Gilles Deleuze.
Esta guerra de guerrillas consiste en no bajar la guardia, no distraerse ni desanimarse, vigilar de cerca a nuestros gobernantes, mantener los ojos bien abiertos para ver pasar la siguiente oportunidad y, sobre todo, confiar en algo, creer en algo, como lo hizo hace 75 años George Orwell.
Ese individuo solitario, ese marciano que hace su guerra de guerrillas, terminará armonizando con las miles de individualidades que están empeñadas en lo mismo. Se trata de metamorfosear la catatonía en un nuevo resplandor.
En el primer capítulo de Homenaje a Cataluña, Orwell nos cuenta la impresión que le produce Barcelona. Eran los primeros meses de 1937 y sus habitantes estaban en pie de guerra, o escondiéndose de la guerra; en todo caso la ciudad había sido bombardeada, había tiros en la calle, columnas de humo negro salían de algunos edificios, la comida escaseaba y casi no había azúcar, ni carbón, ni gasolina. Barcelona era una ciudad oscura, empobrecida, destruida, y sin embargo Orwell veía más allá de lo que era evidente, caminaba por las calles entre escombros, humaredas y cascotes con la ilusión de estar viendo una ciudad obrera, donde la gente trabajadora se organizaba para construirse un futuro decente. Orwell, en lugar de perderse en las ruinas de aquella ciudad veía, más allá de la humareda y los escombros, el giro portentoso que estaba dando la historia de la humanidad. Y los barceloneses soportaban aquel desastre, escribe Orwell, porque “confiaban en la revolución y en el futuro, y se tenía la sensación de haber entrado en una era de libertad e igualdad”.
Todo el optimismo de aquella gente martirizada por la guerra que describe el escritor inglés, se basaba en la confianza en el futuro y en esa sensación de que el mundo iba a convertirse en un lugar mejor.
Ahí está la fórmula, el mensaje cifrado que nos envía Orwell desde sus páginas: esa confianza y esa sensación. A partir de ahí, no tenemos más remedio, hay que empezar a fundar, día tras día, el porvenir.
Fuente: Diario El País (España). 29 de abril del 2012.

lunes, 9 de abril de 2012

El Islam: luces y sombras en la historia de la sociedad musulmana.

Filósofo árabe Averroes
Esplendor y miseria del islam

El mundo islámico fue durante siglos más rico, avanzado y tolerante que la Europa de su tiempo, pero la deriva dogmática de su religión le ha condenado al atraso cultural y a vivir en constante crispación.

Por: Jesús Mosterín. Filósofo y autor de ‘El islam: historia del pensamiento’ (Alianza).

El islam es la segunda religión del mundo por el número de sus adeptos (unos 1.500 millones) y está en camino de convertirse en la primera. Los países miembros de la Conferencia Islámica albergan tres cuartas partes de las reservas mundiales de petróleo. Sin embargo, el auge demográfico y la lotería petrolera no han evitado el fracaso político y económico del islam actual, ni su atraso cultural e intelectual.

El mundo islámico tuvo una época de esplendor entre los siglos VIII y XII, durante los cuales fue bastante más rico, refinado, tolerante y avanzado que la Europa de su tiempo. La diferencia se puso de relieve durante las Cruzadas, un choque violento unilateralmente provocado por los cristianos, que dieron muestras de mayor fanatismo y brutalidad que los muslimes.

En 1097 los cruzados conquistaron la ciudad de Maarat. A pesar de haber prometido respetar la vida de sus habitantes, se lanzaron a una orgía de sangre, pasando a cuchillo a toda la población. En su furia desatada, incluso llegaron al canibalismo, comiéndose a muslimes adultos cocidos y a niños empalados y asados a la parrilla, según confirman tanto las fuentes musulmanas como las cristianas. Cuando dos años más tarde los cruzados consiguieron conquistar Jerusalén, lo primero que hicieron fue lanzarse al pillaje y organizar una impresionante carnicería, degollando a casi todos sus habitantes. Los judíos supervivientes fueron encerrados en una sinagoga y quemados vivos dentro.

El cronista Raimundo de Aguilers, que estaba presente, describe así la situación: “Por las calles y plazas se veían montones de cabezas, manos y pies cortados. En el Templo y en el pórtico de Salomón, los nuestros cabalgaban en la sangre de los sarracenos, que les llegaba hasta las rodillas. Justo y admirable juicio de Dios, que quiso que este lugar recibiese la sangre de aquellos mismos que durante tanto tiempo lo habían manchado con sus blasfemias”.

Los muslimes, más tranquilos y refinados, quedaron conmocionados por la ferocidad de los cruzados, una conmoción que todavía perdura en la zona y que es comparable a la que entre nosotros produjo el ataque de Al Qaeda a las torres gemelas de Nueva York en 2001. La crueldad de la conquista cristiana de Jerusalén contrasta con la caballerosidad y moderación de su reconquista por Saladino, 90 años después. Los judíos medievales, desde luego, siempre prefirieron estar bajo la férula del islam que aguantar el fanatismo de los cristianos.

Las tres grandes religiones monoteístas se parecen mucho y sus ideas proceden del tronco común judaico, del que el cristianismo y el islam pueden considerarse herejías. Las tres parten de la idea del Dios único, en torno a la cual construyen sus elucubraciones doctrinales. En cualquier caso, la teología islámica es más razonable y menos confusa que la cristiana, pues no está lastrada por el galimatías de la Santísima Trinidad.

A diferencia de otras religiones en que la relación del creyente con la divinidad pasa por intermediarios como los sacerdotes o la Iglesia, el islam insiste en la relación directa del creyente con Alá, lo cual podría favorecer la libertad de pensamiento. En 529 el emperador Justiniano cerró la escuela filosófica de Atenas, sumiendo a Europa en un largo periodo de oscuridad. Mientras las luces postreras de la ciencia griega se apagaban, sus últimos portadores buscaban refugio en el Próximo Oriente, entre los persas y árabes, más tolerantes y curiosos que los cristianos fanáticos de los que huían. Sus sucesores, junto a otros eruditos judíos y cristianos nestorianos, se lanzaron a traducir del griego al árabe los textos de la filosofía y la ciencia helénicas; sabios llegados de India traducían del sánscrito, patrocinados todos por el Califato abasí a través de la Casa de la Sabiduría de Bagdad.

La filosofía renació en pensadores islámicos como Al Farabi, Avicena o Averroes, hombres de gran originalidad y audacia intelectual. Científicos de enorme calibre, como Al Jwarismi, Al Razi, Omar Jayam, Biruni o Ibn Jaldún contribuyeron al progreso de la ciencia. Sus textos fueron traducidos al latín e influyeron en el pensamiento europeo. El matemático, astrónomo, filósofo y poeta persa Omar Jayam adoptó una posición materialista y escéptica. No tuvo pelos en la lengua a la hora de criticar la religión dogmática y literalista predominante ni al expresar sus dudas sobre la inmortalidad del alma, lo que le acarreó no pocos conflictos, que superó gracias a su prestigio.

La sociedad musulmana de entonces era lo suficientemente libre y abierta como para tolerar opiniones divergentes o heterodoxas y para respetar y admirar el trabajo científico. Posteriormente, la cultura islámica perdió todo su dinamismo, frescura y creatividad para caer en el dogmatismo estéril, la intolerancia y la cerrazón mental (el funda-mental-ismo). El mundo islámico no ha desempeñado papel alguno en el desarrollo de la ciencia moderna y apenas tiene presencia en la investigación actual.

Seis de los ocho países más pobres del mundo son miembros de la Conferencia Islámica. Exceptuando las plutocracias hereditarias asentadas sobre el petróleo, la mayoría de los muslimes vive en la miseria, que tiene muchas causas: la explosión demográfica, la educación inútil de las madrazas, reducida a aprender el Corán de memoria, la obsesión por ocultar y reprimir a las mujeres, el fatalismo, la corrupción desenfrenada e incluso la imposición de normas religiosas a la actividad financiera, como la que prohíbe el crédito con interés. De hecho, no solo el Corán condena el préstamo con interés; también lo hace la Biblia. Los cristianos y judíos medievales condenaban la usura en los mismos términos que los musulmanes. La diferencia consiste en que los cristianos y judíos se fueron olvidando de esa prohibición, propia de una sociedad primitiva de pastores de cabras, y aceptaron los créditos con interés en sus transacciones, mientras que los ulemas se aferraron a las regulaciones ancestrales.

La mayor parte de las noticias sobre el islam de las últimas décadas se refieren a los continuos atentados terroristas. El odio a América, a Israel y a India, a los extranjeros y turistas y al mundo moderno en general, combinado con la obsesión por ocultar y reprimir a las mujeres y con la intolerancia virulenta hacia las otras sectas, disidencias y presuntas apostasías del propio mundo musulmán, incluyendo a los sufíes y los chiíes, ha conducido a la glorificación del terrorista suicida y a una constante crispación y agresividad. Desde luego, no todos los actos de terror son obra de radicales islámicos, pero sí la mayor parte. Más esperanzadoras son las noticias de las recientes revueltas árabes, a veces iniciadas por jóvenes modernos conectados a Internet. Sin embargo, las elecciones libres que han logrado convocar han acabado siendo ganadas por los tradicionalistas religiosos, que son los únicos que llevan generaciones adoctrinando a las masas.

A diferencia de la mayoría de los cristianos y judíos (y no digamos de los japoneses o chinos), que cada vez se han ido haciendo más escépticos y tolerantes y consideran su religión como una mera tradición cultural entre otras, muchos muslimes conservan un fervor religioso exacerbado que los hace inasequibles al sentido del humor. Cuando en 2005 un modesto diario danés publicó en su página de humor unas triviales caricaturas de Mahoma, los que no las habían visto enseguida las calificaron de blasfemas. Las embajadas danesa y noruega en Siria fueron incendiadas y en las violentas manifestaciones de protesta atizadas por los ulemas se produjeron más de 100 muertos. En contraste con esa reacción y también en 2005, la cantante Madonna dio un concierto en el estadio olímpico de Roma, a solo 3 kilómetros del Vaticano, en que aparecía “crucificada” y cantaba desde la cruz. Aunque el concierto fue calificado de blasfemo por la jerarquía católica, a nadie en Italia se le ocurrió prohibirlo, no hubo manifestaciones en contra e incluso fue un éxito de público.

Fuente: Diario El País (España). 09 de abril del 2006.

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