sábado, 27 de julio de 2013

Reflexión sobre el etnocentrismo y los parámetros para juzgar a las culturas.

¿Bajo qué lente se juzga la cultura?

Desde que el pionero E.B.Tylor acuñó su definición de “cultura” en 1871, el término no ha dejado de redefinirse. Pero quizás, sostiene esta nota, resulta más crucial interrogarse por los propios puntos de vista, que establecen qué estamos dispuestos a negociar con otra cultura.

Por: Marcelo Pisarro
El niño tiene tres años y una grave afección cardíaca. Necesita una intervención quirúrgica en un centro asistencial de alta complejidad de la ciudad capital. Sin esa intervención, el chico morirá; con la operación, acaso tenga alguna chance. Este niño pertenece a una comunidad indígena de una zona fronteriza del estado-nación. Los padres –en la ciudad capital, por su edad, serían apenas unos adolescentes– consultan al cacique sobre la conveniencia de la cirugía. El cacique la desaconseja y decide que los rezadores de la comunidad se encarguen de la sanación del niño. Aunque el menor es trasladado al hospital por la fuerza pública, los padres se niegan a firmar el consentimiento para la operación. El Estado interviene. Decide priorizar el derecho que asiste a todo niño en relación al cuidado de su salud por sobre otros derechos referidos al respeto de su identidad cultural. Una ONG apela la decisión judicial y la cirugía se pospone. El chico empeora. Finalmente trabajadores sociales, sacerdotes y cuerpo médico persuaden a los padres de la urgencia de la práctica quirúrgica. La intervención se realiza, pero ya ha pasado demasiado tiempo. El niño muere días después. El cacique responsabiliza a la “medicina occidental”. La ONG habla de colonialismo e imperialismo cultural, de atropello a las costumbres nativas. La comunidad indígena lamenta que uno de los suyos falleciera lejos de casa y que no se hayan podido consumar los ritos de pasaje entre esta vida y la otra vida. Para ellos, no hay muerte, pero el niño ha quedado varado entre dos mundos.
Casos con este argumento esquematizado se han vuelto moneda corriente en las discusiones públicas del continente americano. Sus participantes son personas que efectivamente están atrapadas entre dos o más mundos, o mejor aún, que están atrapadas entre distintas culturas. Sólo que ahora casi cualquiera que haya leído las noticias del día sabe que también uno, en menor o mayor grado, es un sujeto atrapado entre culturas. Que se encontrará más implicado en unas que en otras, pero que aquellas culturas que puedan parecerle extrañas o ajenas tienen también su mérito y resultan naturalísimas para las personas que se identifican con ellas.
A esta posición se la suele llamar “relativismo cultural” y con diferentes nombres (“inclusión”, “tolerancia”, “diálogo cultural”) se la impulsa en las escuelas, en los programas televisivos de variedades, en los conciertos de rock y en las iniciativas de Estado. Su emergencia moderna suele localizarse en la antropología estadounidense de las primeras décadas del siglo XX, concretamente en los trabajos de Franz Boas y de sus discípulos. Por entonces era una respuesta ante el etnocentrismo occidental –que, cuando Boas enviaba a sus alumnos a parajes remotos, adoptaba la forma de un racismo rampante–, pero también una herramienta metodológica y heurística para la investigación etnográfica. Luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando los hornos de los campos de concentración nazis todavía estaban humeantes y se insinuaban las primeras luchas por la descolonización, el relativismo cultural dejó de ser una herramienta académica para convertirse en una doctrina filosófica, en el programa político de la Unesco: todas las culturas son iguales a pesar de sus diferencias, todos los sistemas de valores, aunque sean distintos, son igualmente legítimos. Es decir que lo que se enseña como relativismo cultural es un relativismo moral, y en última instancia, no se trata más que de acomodar etiquetas bienintencionadas que pugnan por convertirse en buenas categorías para pensar. No siempre lo logran.

¿Juzgar las culturas?

En general hay tres elementos que se prestan a confusión. El primero es la identificación de uno con su propia cultura; el segundo es la comprensión de aquél que tiene otra cultura; el tercero, los parámetros a través de los cuales juzgamos todas estas culturas. Poco importa ahora cómo se defina “cultura”. Hace cuarenta años, cuando publicó su libro La interpretación de las culturas , el antropólogo Clifford Geertz dijo que ese “todo sumamente complejo” del que se había servido el pionero E. B. Tylor en 1871 para definir “cultura” oscurecía más de lo que aclaraba. Que había tantas definiciones de la cultura como personas que se dedicaban a estudiarla; que “el eclecticismo es contraproducente no porque haya únicamente una dirección en la que resulta útil moverse, sino porque justamente hay muchas y es necesario elegir entre ellas”.
En la vida cotidiana no suele ser necesaria la elección. Todos parecemos entender qué es una cultura y la idea que nos hacemos de ella no difiere mucho del “todo sumamente complejo” del evolucionista Tylor. Esas culturas pueden ser descriptas de manera aceptablemente objetiva, por más paladas de tierra epistemológica que se hayan arrojado sobre la objetividad. Esas gentes creen en esto, comen aquello otro, bailan estos bailes, cantan estas canciones, se aparean según estas reglas, se identifican con tal derrotero histórico y se autorretratan de tal manera. Sin embargo, alertó el semiólogo Umberto Eco, una cosa es decir que algo es una cultura y otra distinta decir sobre la base de qué parámetros la juzgamos. Cuando se establecen parámetros, entonces se está en posición de afirmar que, para alguien, una cultura es superior a otra, que no todas son iguales, ni tampoco deseables; y además, también es posible sostener que algunos sistemas de valores son –para alguien– mejores o peores que otros. Si se considera que la posibilidad de curar a un niño con una afección cardíaca severa es un valor, si se toma ese parámetro, entonces una cultura de operaciones quirúrgicas es superior a una cultura de rezadores. ¿Consideramos que la vida de un niño es más importante que los usos y las creencias de su comunidad? ¿O pensamos que es más importante que la comunidad mantenga esos usos y esas creencias aunque cuesten la vida de un niño? Son preguntas que nos obligan a reflexionar no tanto sobre los parámetros de otras culturas sino sobre los propios. Todas las culturas y todos los sistemas de valor son legítimos, ahora, ¿también las culturas que ponen a las mujeres adúlteras en un pozo y las matan a piedrazos? “Reflexionar acerca de nuestros parámetros –insistía Eco– también significa decidir que estamos dispuestos a tolerar todo, pero que para nosotros algunas cosas son intolerables”.
Hay una tensión entre lo aceptado y lo inaceptable. Entre lo tolerable y lo intolerable. Por eso predominan en nuestra habla cotidiana términos como “multiculturalismo”, “interculturalidad”, “hibridación cultural”, “pluriculturalismo” o “asimilación cultural”, nociones que expresan alguna clase de negociación. Las culturas no son cosas fijas e inmutables. No se ajustan con precisión a los estados-nación, ni a las arbitrariedades geopolíticas de los mapas, ni a los condicionamientos de clase, etnia o casta. Que haya sujetos atrapados entre culturas quiere decir que hay sujetos en movimiento, en tránsito, que intercambian sus ropas y a veces sus disfraces. La migración, el turismo, los viajes forzados (por guerras, persecuciones religiosas o étnicas, por hambrunas y crisis económicas), la circulación en el espacio y el desplazamiento entre los símbolos, los lenguajes cambiantes, los devaneos entre los centros y las periferias, todo esto debe recordarnos que las culturas –cualquier cosa que sean “las culturas”– no son entes estancos, inequívocos y bien delimitados. No se adecuan con exactitud a la fórmula: un territorio (igual) un espacio social (igual) una cultura.
No obstante, todavía se mantiene una perspectiva fuertemente cartográfica de la cultura. Cada una se presenta como un ente segmentado, circunscripto y orientado hacia su propio eje, estructurado por historias nacionales, sentidos regionales y arraigos locales. Las culturas se colorean con precisión en los mapas; son bolas de billar que se chocan entre sí y generan fricción y desgaste. Pero también –al mismo tiempo, en simultáneo– son actores trágicos de un destino signado por la homogenización y la pérdida, por la desaparición, pues esas culturas ceñidas se asumen como autenticidades en peligro, siempre amenazadas, siempre imposibilitadas de inventar sus propios futuros. Hay que elegir entre totalidades, y luego, vincularlas entre sí; por fin, evitar que se licuen en un magma uniforme.
Y de nuevo la importancia de interrogarse sobre los parámetros. Juzgar una cultura como “todo sumamente complejo” a través de unos pocos parámetros es un camino directo hacia el etnocentrismo o hacia algo peor. La idea de cultura como totalidad esencial, antes que un dispositivo relacional y circunstancial, es incorrecta en el mejor de los casos y peligrosa en el peor de ellos. La comprensión de la diferencia comienza con la aceptación de que nuestros parámetros pueden estar equivocados; que, aunque sean legítimos, no alcanzan para juzgar una cultura como totalidad pues “una cultura como totalidad” es apenas una ficción metodológica. Y por último, que una intervención quirúrgica puede convivir perfectamente con los rezadores que mantienen las cuentas claras con los dioses y con la tradición. Tal como convive con sacerdotes católicos y amuletos para la buena suerte.
Fuente: Revista Ñ (Clarín). 26 de julio del 2013.

sábado, 6 de julio de 2013

Maquiavelo y la apología de la guerra como medio para lograr riqueza y grandeza.

Las manos sucias de Maquiavelo

Algunos historiadores presentan erróneamente al pensador como abanderado de la libertad y fundador del republicanismo moderno. En su obra hay una apología de la guerra como medio para lograr riqueza y grandeza.


Por: María José Villaverde. Catedrática de Ciencia Política de la UCM.
Ese personaje burlón, irreverente, bon vivant, mujeriego, que nos retrató Santi di Tito, de frente ancha, pómulos salientes y labios finos, ojos pequeños y vivaces y mirada huidiza, vestido de suntuoso ropaje negro y granate en su condición de servidor de la República de Florencia, ha encarnado durante siglos la amoralidad y ha sido catalogado como maestro de insidias y de manipulación. Para hacerle justicia, habría que recordar a quienes contribuyeron a trazar tan poco halagüeño retrato que el florentino fue solo responsable de desvelar las prácticas políticas que imperaban en la Europa de comienzos de la modernidad, eso sí, con más finura, perspicacia y clarividencia que la mayoría de sus contemporáneos. ¿O fue culpable de algo más?
Maquiavelo escribió El Príncipe hace 500 años (aunque no fue publicado hasta 1532, después de su muerte), confinado en su casa de campo a poca distancia de Florencia. A raíz de la caída de la República y de la vuelta al poder de los Médicis, en 1512, había sido destituido de su cargo de secretario de la Segunda Cancillería, un golpe del que no se recuperaría jamás. Pues si alguien aborrecía la "excelsa" vida contemplativa, tan alabada por otra parte por el Renacimiento, ése era él, un hombre abocado a la acción. Desde su casa de Sant'Andrea in Percussina, soñaba con regresar a la actividad diplomática y volver a los entresijos de la política europea y a los pasillos de las cortes de Francisco I, el emperador Maximiliano, el Papa Julio II, César Borgia o Catalina Sforza. Se resistía a aceptar un destino que le alejaba del Palazzo Vecchio y rumiaba, desde los Orti Oricellari, los jardines propiedad de Cosimo Rucellai donde conspiraban los tertulianos republicanos, su vuelta a la política activa.
Se ha otorgado injustamente a El Príncipe el título de opus magnum, olvidando que es en los Discursos sobre la primera década de Tito Liviodonde Maquiavelo pone negro sobre blanco su modelo republicano. Y, erróneamente, historiadores reconvertidos en ideólogos (Skinner, Viroli) han tratado de convertirle en abanderado de la libertad y fundador del republicanismo moderno. Aducen la vigencia de su ideal del vivere civile e libero, es decir, su apología de la participación política y del compromiso cívico, que puede servir hoy de alternativa a la apatía política y al desinterés ciudadano imperantes en nuestras democracias liberales. Pero el personaje se resiste a que le aprisionen en esa camisa de fuerza. Porque libertad (moderna) en Maquiavelo hay poca y lo que refleja su obra es una vuelta al patriotismo grecorromano. Lo que El Príncipe enseña al gobernante es cómo adaptarse a las circunstancias para conservar su poder (legítimo o ilegítimo), por medios lícitos o ilícitos. Y lo que los Discorsi alegan es que todo está permitido (incluso el crimen) por el bien de la patria. Poco que ver con nuestras concepciones democráticas.

‘El Príncipe’ enseña a adaptarse para conservar el poder, legítimo o no, por medios lícitos o ilícitos
La ética de Maquiavelo es el reverso de la ética cristiana. Y las virtudes que ensalza (ambición, crueldad, engaño y mentira), la cruz de las recomendadas en los espejos para príncipes de la época: honradez, justicia, benevolencia. Para sus seguidores personifica el realismo que se revuelve contra la ceguera de los perseguidores de sueños, de los nostálgicos de ideales imposibles, de los incapaces de comprender el dilema que atenaza al estadista y al que solo puede hacer frente aceptando la crudeza de la realidad.
Sus detractores le acusan de prescindir de cualquier tipo de sentimiento humanitario y de "encallecimiento moral". Pero, seamos justos, a pesar de su aparente falta de escrúpulos y de su laxa moral, sí hay valores en Maquiavelo, valores republicanos, es decir, valores colectivos. Porque lo que busca con ahínco el secretario florentino es la grandeza de Florencia y su transformación en una de las grandes potencias del tablero europeo. ¿Es un delito perseguir el interés general? preguntarán sus partidarios. Desde luego, si para ello se sacrifica a los ciudadanos, se exacerba el patriotismo y se glorifica la guerra. Pues Maquiavelo aconseja al gobernante mantener a los ciudadanos en la pobreza para que, no teniendo nada que perder, luchen hasta la última gota de sangre por la república. Su exaltado patriotismo recuerda al "dulce es morir por la patria" que cantara Horacio y que el poeta y militar Wilfred Owen, combatiente en la Primera Guerra mundial, denunció como la "vieja mentira". Pero también hay en las principales obras de Maquiavelo una apología de la guerra, no solo defensiva sino "expansionista", como medio de proporcionar grandeza y riqueza a la República y dotar de cohesión a la colectividad.
Y no nos confundamos cuando habla de virtú, uno de sus términos más controvertidos. Hanna Pitkin ha denunciado que la lucha de la virtúmaquiaveliana para doblegar a la fortuna, revestida de rasgos femeninos y seducida por la virilidad, la osadía y demás cualidades pretendidamente masculinas, es una intolerable muestra de machismo, excluyente y brutal. Y que su uso de la fuerza y de la violencia podría considerarse "proto-fascista". Y Mansfield asegura que el recurso a la violencia es el eje de su política.

Con todo el respeto por los republicanos actuales, no creo que Maquiavelo sea hoy el ejemplo a seguir
Pero por lo general, los historiadores se muestran más conciliadores y justifican la virtú maquiaveliana, ese deseo de controlar el mundo, de someter al enemigo, y de aplastar a los que se oponen a nuestros fines, como puro ejercicio de supervivencia. Al elevar a paradigma de conducta la fiereza del león y la astucia del zorro, Maquiavelo no haría sino describir las opciones de la resistencia y recomendar el valor, el arrojo, el aguante del fajador para encajar los golpes de la fortuna. Sería la respuesta a una época -la incipiente modernidad-, donde imperaban la ambición, el apetito de poder, el ansia de dominación y el deseo desenfrenado de riquezas, rasgos que anticipan ya la descarnada descripción hobbesiana de nuestro mundo moderno.
En cualquier caso y con todo mi respeto por los republicanos actuales, no me parece que Maquiavelo sea hoy el ejemplo a seguir. Es cierto que Sartre, ante el gran dilema que nos plantea la acción política, nos recomendaba orillar los escrúpulos morales y mancharnos las manos en la arena política. Y nuestros coetáneos republicanos insisten en que ése es el precio a pagar por vivir en comunidad, pues no es posible la vida "al margen, por encima o más allá de la ciudad" y no podemos eludir sus exigencias ni escabullirnos ante nuestras responsabilidades (Del Águila). Si queremos una vida "verdaderamente humana" (Arendt), tendremos que aceptar los costes del vivere civile e libero maquiaveliano que son el dolor, la crueldad, la violencia y la transgresión, es decir, vivir con las manos manchadas. Pero sí que hay otras alternativas. Una es dar la espalda al mundo de la política y sus ruindades, como nos aconsejaba Sócrates (y los epicúreos) si nuestro horizonte es alcanzar la perfección moral. Huir del fragor del mundo, como los ascetas o los monjes de clausura, o ir en pos del conocimiento como Spinoza, o entregarnos a lo social, al voluntariado. Todas son opciones tan respetables como la cívica. Pero también caben otras vías sin desviarnos de la vita activa. La tradición estoica encarnada por Cicerón enseña que no todo está permitido por el bien de la república y que existen barreras éticas infranqueables (los "derechos de la humanidad") en la actuación política. Hoy estas líneas rojas son los derechos individuales. Tal vez sea ésa la enseñanza en negativo más valiosa que nos puede aportar el florentino.
Fuente: Diario El País. 21 de mayo del 2013.

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