Por: Juan Arias
Podría parecer una provocación, en este momento en que tantos ciudadanos están sacrificando su vida en la defensa de la democracia y de la libertad -dos vocablos sinóni-mos- en los países árabes, que nos preguntásemos si Dios puede ser democrático.
No lo es. Justamente, en este momento, en la nueva revolución que viven los pueblos de Oriente, están de alguna manera presentes las tres grandes religiones del Libro, las tres fes monoteístas de la Historia: judaísmo, cristianismo e islamismo.
Muchos de los miedos en esta hora que la humanidad vive con aprensión, perplejidad y esperanza al mismo tiempo, están impregnados de tintes religiosos. Baste recordar el miedo a que los movimientos islámicos extremistas y antidemocráticos puedan llegar al poder bajo la excusa de derrotar al tirano de turno.
Israel está perplejo. Es acusado de preferir la perpetuidad de regímenes dictatoriales, fieles a él, en detrimento de las democracias que podrían florecer en estos tiempos de la revolución de los jazmines. Israel es hija del Libro, de la Biblia, del Dios único del Sinaí, enemigo feroz de los ídolos, un dios que no fue ni podía ser democrático, pero que era también el Dios que liberaba a los esclavos de los faraones egipcios.
Los cristianos oficiales, la otra religión monoteísta, están a mi parecer, demasiado callados ante la revolución en curso en busca de la democracia árabe. No debería extrañar. No hace ni un año, el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Tarcisio Bertone, afirmó taxativamente que la Iglesia "no puede ser democrática" porque en la Iglesia el "poder es indivisible".
El Vaticano sigue siendo una monarquía absoluta, difícilmente permeable a los valores democráticos modernos. Y la Iglesia católica ya vivió regímenes teocráticos tiranos; ya usó y abusó de la Inquisición y de las guerras de religión. Una Iglesia en la que el Papa goza de la prerrogativa de la infalibilidad y del poder de excomunión, no puede ser democrática.
Y, sin embargo, hoy, quizás más que nunca en el pasado, es cuando los seguidores de las tres grandes religiones monoteístas -judíos, cristianos y musulmanes- empiezan a ser sensibles a los valores modernos de la democracia, la mejor forma hasta hoy conocida, de expresar esa verdad irrenunciable de que todos los seres humanos son iguales y de que ninguno ha sido escogido por ningún dios para gobernar sobre los demás; muchos sacrifican sus vidas en la defensa de este principio sacrosanto de que todos somos igualmente libres.
Como en la antigua Grecia democracia era sinónimo de libertad, también hoy ese binomio es indivisible. Y ese es el gran interrogante de todos los creyentes de hoy, cómo conciliar su fe, que se funda en el absolutismo religioso, en que el poder se regala pero no se participa libremente, con los principios irrenunciables de los valores democráticos en los que el poder está en el pueblo, es de todos y no de alguien que se lo apropia.
En estas horas, sería importante que los seguidores democráticos, de las tres religiones que intrínsecamente no lo son, hicieran un esfuerzo para intentar conciliar las exigencias de su fe con el rechazo a los tiranos y tiranías, admitiendo que la peor de las democracias es mejor -yo diría más divina- que la mejor dictadura castradora de libertades.
Hice, como enviado primero del desaparecido diario Pueblo y, después, de este diario, más de 100 viajes con los papas Pablo VI y Juan Pablo II. Visitamos otros tantos dirigentes mundiales, dictadores y demócratas. Con tristeza tengo que reconocer que las simpatías del Vaticano, y hasta una cierta connivencia, era más evidente con los gobernantes y monarcas absolutos, con los dictadores de turno, de derechas o de izquierdas, que con los regímenes democráticos modernos. Aún recuerdo, por ejemplo, con innegable disgusto la familiaridad y campechanía de Juan Pablo II con el dictador chileno Pinochet en su palacio, donde se asomaron juntos desde una de sus ventanas para dar la bendición a los fieles presentes.
El Vaticano siempre se ha sentido incómodo con los valores de la democracia que nunca usó ni en su pequeño Estado independiente, regalo del dictador Mussolini, ni en el gobierno de la Iglesia, donde no existen votaciones para la creación de sus jerarquías.
Y, sin embargo, sin el apoyo de judíos, cristianos y musulmanes será difícil que el deseo que empieza a sacudir positivamente a los países árabes en busca de una democracia nunca conseguida, pueda convertirse en un sueño que nadie soñaba.
No sé si el dios de las iglesias y de las religiones puede ser democrático. Sí sé que la sangre derramada en las plazas de los países árabes en busca de democracia y contra la tiranía es del mismo color y valor de la sangre derramada en el madero del Calvario, la del profeta judío sacrificado por haber afirmado que todos los seres humanos, desde los Herodes del poder a los leprosos abandonados en las cunetas de la vida, eran iguales, porque todos tenían la misma dignidad de hijos de Dios.
Fuente: Diario El País (España). 13/04/2011.
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