Ciencia y fe
Por: Nelson Manrique (Sociólogo e historiador)
Una de las revoluciones culturales más importantes de la historia de la humanidad fue la separación, operada en Europa siglos atrás, entre la teología y la filosofía. Ella permitió la revolución científica tecnológica, el capitalismo y la conquista del mundo.
Durante la época medieval, la teología llenaba todo el espacio de la reflexión intelectual y nada existía por fuera de su imperio. De ahí que inclusive las disidencias políticas tuvieran que expresarse en el lenguaje religioso y aparecieran como herejías, siendo sancionadas como tales por la Inquisición. Ideas que ahora forman parte del sentido común científico, como que la Tierra no es el centro del universo y que gira alrededor del Sol, y no este alrededor de ella, fueron caracterizadas igualmente como herejías, porque eran incompatibles con la lectura teológica que de estos fenómenos hacían los sabios romanos y cualquier idea que saliera de este estrecho margen era un cuestionamiento a la Verdad misma. Eso le costó la hoguera a Giordano Bruno y la humillante retractación pública a Galileo Galilei. Le tomó cinco siglos a la Iglesia reconocer que Galileo tenía la razón.
Debemos a un pensador andalusí que escribía en árabe la gran revolución intelectual que nos llevó a la modernidad. Ibn Rushd, cuyo nombre fue castellanizado como Averroes, nació y vivió en Córdoba, la ciudad más esplendorosa de al-Andalus, la España musulmana, y de Europa en el siglo XII. Fue conocido como el Comentarista por ser el más grande especialista en Aristóteles, aunque solo una tercera parte de los más de 60 volúmenes que forman su producción está dedicada a los comentarios sobre El Filósofo, y el resto de su obra es original. Averroes realizó la proeza intelectual de separar la falsafa (así es conocida la filosofía en árabe) de la teología. Reivindicó la necesidad de un espacio autónomo de reflexión para las cosas terrenas, independiente de la teología, cuya materia de reflexión son las cosas ultraterrenales.
Durante la Edad Media, la escolástica –que constituye un método de reflexión intelectual, que viene a ser a la teología lo que el método científico es a la ciencia– era común al cristianismo, judaísmo e islamismo. Una de las mejores escuelas de escolástica funcionaba en Córdoba, célebre por su Escuela de Traductores, donde trabajaban juntos sabios judíos, cristianos y musulmanes, que salvaron para Occidente las grandes obras de la antigüedad clásica, griega y romana. Allá iban a formarse teólogos de toda Europa y ahí se formó Alberto Magno, convertido después en santo por la Iglesia. Su discípulo más destacado fue Santo Tomás de Aquino, quien realizó la proeza intelectual de cambiar las bases neoplatónicas sobre las cuales San Agustín edificó la reflexión teológica cristiana medieval, que fueron hegemónicas por un milenio, por las modernas bases neoaristotélicas. Y fue esta base filosófica la que permitió que durante el Renacimiento pudiera separarse la filosofía de la teología (como lo dijo Maquiavelo, la ética para ganar el cielo es distinta de la ética para ganar el poder).
Por una triste ironía de la historia Averroes, que tanto contribuyó al desarrollo de la tolerancia en Occidente, fue víctima de la reacción sectaria islámica provocada luego de la crisis de al-Andalus y hoy está olvidado en el mundo musulmán.
De la filosofía surgieron las ciencias positivas y de ellas derivó la superioridad tecnológica que le aseguró a Europa la hegemonía mundial. Pero el recorte de las atribuciones de la teología fue, como era de esperar, firmemente resistido por aquellos que usaban a la religión como un instrumento para asegurar su poder terrenal. Pero esto ya es una historia contemporánea.
El debate sobre las relaciones entre la ciencia y la fe viene pues de muy atrás, pero es especialmente pertinente en la controversia que mantiene la Universidad Católica con el cardenal Cipriani. La universidad constituye por antonomasia el centro de la reflexión científica y filosófica como los seminarios lo son de la teología. De ahí que la libertad intelectual no sea un simple adorno para la universidad, sino la esencia misma de su quehacer.
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