martes, 15 de marzo de 2011

Hildebrandt y la crítica a los populistas de la autocomplacencia, la mineralización de la gente y la longevidad de los órdenes injustos.

Nada nos asombra

Por: César Hildebrandt (Periodista)

¿Qué pensaría usted de un país que viera a sus políticos insultarse de la peor manera para ganar las elecciones mientras quien está en el poder asalta los presupuestos y, para robar mejor, exime de vigilancia a 32 proyectos vinculados a la infraestructura?

Seguramente pensaría que ese es un país desgraciado, un tanto triste, difícil de comprender, espeso como una pesadilla.

Pues eso somos.

Pero somos mucho más. Tenemos a un ciudadano estadounidense que sabe decir “mierda” en castellano pero que, a la hora de hacer negocios desde el poder, cobra en inglés. Y nadie se asombra. Y lo entrevista la señora Palacios y lo mima mientras él, con su mentón borbónico, cantaletea sus lugares comunes.

Oímos zumbar a los tránsfugas, mentir a los cochinos, adulterar la historia a los podridos y nada nos asombra.

Nada ni nadie nos asombra. Si pudiéramos abrir las cárceles y elegir entre los liberados algún outsider que nos sorprendiera, abriríamos las cárceles. El crimen y la política se han casado civilmente. El proyecto a largo plazo más serio del Perú es el del latrocinio.

Si González Prada resucitara experimentaría una suerte de luctuosa satisfacción: comprobaría que tuvo razón, que el Perú no se ha movido desde que él tuvo que irse y que el pus sigue a la espera de otro apretón demostrativo. Claro que si González Prada resucitara la gente de Alfaguara no lo editaría, la gente de Planeta le pediría menos vitriolo, la TV le cerraría las puertas, en la radio aparecería seis minutos hasta que Raúl Vargas sintiera que le están tocando el avisaje, y en Correo dirían que se trata de un viejo inservible y resentido.

Lo que asquea no es la corrupción, que existe en todos lados y que es, como venimos diciendo, una exigencia del sistema mundial de dominación. Lo que asquea es nuestra indiferencia, la puerca resignación que farfulla en los medios, pontifica en la tele y asusta en masa con el cuento mexicano de que el que se mueve no sale en la foto.

He llegado a pensar que si los peruanos tienen a ladrones gobernando es porque, en general, ellos mismos (los peruanos) robarían si gobernaran. Cuando alguien dice que robar es lo de menos es que nos está anunciando a qué fraternidad pertenece. Así de simple.

¿Me equivoco?

Ojalá me equivocara. Deseo fervientemente equivocarme otra vez.

Pero allí está, maciza, la cara de pendejo del Perú profundo. Y cuando digo Perú profundo no hablo de lo andino, por si acaso. Hay más de ese Perú profundo “valetodo” y aborregado en la CONFIEP que en Andahuaylas, en la Sociedad de Minería que en Canchis, en los medios de comunicación limeños que en La Voz de Bagua.

Eso no quiere decir que, como dicen los populistas de la autocomplacencia, el pueblo sea sabio. Basta oír un poco una radio de micrófonos abiertos para, la mayoría de las veces, desconsolarse: qué miseria de argumentos, qué minuciosa ignorancia, qué poca escuela y qué pocos maestros.

Huyendo, pues, del pasmo y el cementerio estas semanas he sido, sucesivamente, tunecino y egipcio.

No es que ame las revueltas. Es que odio la mineralización de la gente y la longevidad de los órdenes. Y la semejanza de las órdenes.

Por eso es que, modestamente, habría sido disidente preso en Cuba, muerto en la Revolución Cultural china, lanzado a una mazmorra en la Checoslovaquia donde sufrió Arthur London. Y por eso también me habría encantado ver a Pinochet muerto de un balazo, a Videla hecho un tango, a Stroessner secuestrado por un comando de bolivianos memoriosos.

Porque, en el fondo, sé que todo el infierno de este mundo vino del concepto mismo del poder. Las tierras robadas en Italia por los condottieri –rufianes mercenarios que luego se nobilizaron– no fueron sino la herencia de los robos ancestrales de la Roma imperial. Y de los robos primordiales nacieron las monarquías sanguinarias plagadas de incestos y de idiotas. Y luego las repúblicas, que imitaron a las monarquías y que terminaron tantas veces en manos de los peores y los más despiadados.

La Biblia es una crónica policial en la que un Dios perverso ordena masacres, castiga la benevolencia, incita al infanticidio y decide, con todo su poder destructor, quiénes merecen seguir viviendo como subordinados de su pueblo.

Y la farsa católica no está lejos de todo eso. Ni la musulmana.

No propongo la amargura ni el nomadismo. Lo que propongo es volver a la felicidad modesta de la razón, ese discreto entendimiento que se nos quiere quitar también.

El mundo es bello. La naturaleza –o lo que queda de ella– deberá, con nuestra lucha, seguir siéndolo. Lo que nos afea es la oscuridad que hemos convertido en virtud, la estupidez con que rechazamos nuestra salud mental.

Yo contraje un agnosticismo hasta ahora invicto viendo una cucaracha que llegué a aplastar. Ahora puedo decir que mi agnosticismo se fortalece con una variada dieta. Veo a Sarah Palin y me pregunto: ¿Este mamífero viene de Dios? ¿Milosevic también tiene un sello de “Hecho en el cielo” en el trasero? ¿Dios imaginó a Hitler? ¿Fujimori fue manufacturado a imagen y semejanza del Señor? ¿Y Sharon? Oh, es verdad: Sharon pertenece a la Casa Matriz, al Dios primero. ¿Y Bush? Bueno, Bush hijo estuvo a punto de volverme abiertamente ateo.

No es fácil vivir sin el manto protector de un prestigio divino. No es fácil, pero es más honesto. Y se puede ser más feliz en la medida en que uno, de esa manera, hace renuncia formal de la mayor de las hipocresías.

En realidad, no es fácil vivir. Pero es hermoso. Y mientras más aligerado de fastidios –la mentira es un fastidio–, mucho mejor.


Fuente: Semanario "Hildebrandt en sus trece", 4 de febrero de 2011.

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