domingo, 4 de mayo de 2014

El pensamiento democrático en el siglo XX. La tradición pluralista: Mohandas K. Gandhi e Isaiah Berlin.

Dos concepciones del pluralismo

Gandhi y Berlin nos permiten impulsar la idea de un horizonte humano común.


Ramin Jahanbegloo (Filósofo iraní)
Cuando se escriba la historia definitiva del pensamiento democrático en el siglo XX, Mohandas K. Gandhi e Isaiah Berlin serán considerados los dos teóricos más distinguidos de la tradición pluralista. La historia dice que Gandhi y sir Isaiah no llegaron a conocerse y que el segundo nunca escribió nada sobre el primero. Sin embargo, Berlin visitó India en 1961 y se reunió con Jawaharlal Nehru, aunque nunca abordó seriamente las ideas de Gandhi en su calidad de líder anticolonialista. En una conferencia pronunciada en Nueva Delhi el 13 de noviembre de 1961 sobre Rabindranath Tagore y la conciencia nacional,Berlin se presentó como “vergonzosamente desconocedor de la civilización india, incluso de sus partes más valiosas e importantes”.
En este ensayo sobre las ideas de Tagore acerca del nacionalismo, Isaiah Berlin solo menciona a Gandhi en una ocasión, al señalar que “Hay otras vías de acceso al poder, pero Tagore las rechaza: el amoralismo nietzcheano y la violencia son contraproducentes, porque, a su vez, engendran reacciones violentas. En este sentido coincidía con Mahatma Gandhi y Tolstói, pero no aceptaba las airadas simplificaciones de este, su tendencia al aislamiento y su actitud anarquista, ni tampoco los fines esencialmente “apolíticos” (se me podrá corregir en este sentido) y “aseculares” del Mahatma. Podríamos decir que la caracterización que Berlin hace de Gandhi como figura histórica “apolítica” y “asecular” es un gran error, pero al hacerlo no incorporaríamos la “grandeza” que Berlin sí veía en Gandhi, algo que desarrolló en las largas conversaciones que con él mantuve. Gandhi y Berlin son los protagonistas más influyentes del pluralismo moderno. Aunque ambos comparten ese pluralismo como objetivo metapolítico, son distintas sus concepciones sobre la función política del mismo.
En tanto que Berlin se consideraba principalmente un pluralista de los valores, algunos calificaron a Mahatma Gandhi de “pluralista integral”. Berlin se debatió entre el pluralismo y el monismo, y también entre el universalismo y el particularismo. Rechazó todas las formas de abordar la verdad desde el monismo, pero criticó el relativismo moral que conlleva la tradición intelectual moderna. En cuanto a Gandhi, su perspicaz forma de ver la religión, la cultura y la política se concebía, en cada uno de esos niveles, con una argumentación contraria a las ideas monistas y partidaria del pluralismo de los valores.
La doctrina pluralista de Gandhi, según la cual la verdad y la realidad presentan múltiples aspectos, se suele analizar en tanto que complemento de su filosofía de la no violencia. Pero también podríamos interpretar su pluralismo moral como una alternativa al relativismo moral que insiste en el valor relativo de cualquier creencia, o como una forma de dar cabida a valores irreconciliables en un entorno político que requeriría un mínimo nivel de margen de elección. Tanto Berlin como Gandhi desconfiaban, stricto sensu, de los absolutos.
Ambos rechazan que sus pluralismos estén teñidos de relativismo
La reinterpretación que hizo Gandhi de los valores hindúes se basaba principalmente en la construcción de un puente entre la idea del bien común y el desarrollo espiritual individual. Esta es la razón de que transformara lo que de negación del mundo tenía la no violencia en una expresión política que ve ese mundo desde la afirmación y el amor. Sin embargo, para Gandhi, el hecho de ser un sujeto que ama el mundo tenía mucho que ver con su propio y sólido compromiso con la verdad en tanto que praxis moral.
Gandhi basaba su teoría del pluralismo en la idea de que igual consideración merecen todas las conciencias individuales y en la ausencia de certeza absoluta sobre la verdad. Dicho de otro modo, el pluralismo es necesario para otorgar el adecuado respeto a la inviolabilidad de la conciencia ajena. En materia de conciencia, Gandhi era un pluralista, aunque no un relativista. El hecho de que mostrara un mismo respeto a todas las culturas y religiones conllevaba la idea de que son necesarios el aprendizaje mutuo y el diálogo interconfesional. Cuando Gandhi proclamó que “No quiero que mi casa esté tapiada por todas partes y que mis ventanas estén cubiertas. Quiero que las culturas de todas las tierras recorran mi casa con la mayor libertad posible”, invocaba un espíritu de apertura que busca una sacralidad que va más allá de la religiosidad y los credos organizados. Esencialmente, esta es la concepción del pluralismo de Berlin.
Según Isaiah Berlin, en la vida nos enfrentamos a constelaciones de valores contrapuestos. Ante esa situación, lo que nos queda es elegir. Así describe su posición: “Si, tal como yo creo, muchos son los objetivos de los hombres, y no todos ellos son en principio compatibles entre sí, entonces la posibilidad del conflicto, y de la tragedia, nunca podrá eliminarse del todo de la vida humana, ya sea la del individuo o la social”. Esta es la síntesis de su concepción del pluralismo de los valores. Dos son las inevitables consecuencias de esa incompatibilidad de los valores: una trágica elección que siempre conlleva un sacrificio y la ausencia de una vida perfecta, en el sentido de una autorrealización total del ser humano.
Aceptan la existencia de valores compartidos o universales que hacen posible llegar a un acuerdo sobre algunas cuestiones morales
En consecuencia, no solo la idea de una comunidad de ideas es incoherente y utópica, sino que ningún compromiso entre valores puede acercarnos a una resolución de los conflictos históricos. En ese sentido, su pluralismo de los valores penetra en todas nuestras culturas y subculturas, pero aunque “podemos debatir los puntos de vista ajenos e intentar buscar puntos de coincidencia, puede que al final lo que tú busques no sea conciliable con los fines a los que yo creo que he dedicado mi vida”. Para Berlin, al contrario que para Gandhi, no hay una visión común de lo que es una buena vida. “La solución debe radicar en algún compromiso lógicamente desordenado, flexible e incluso ambiguo. Toda situación exige una política propia y específica, ya que ‘del fuste torcido de la humanidad’, como dijo Kant, ‘nada recto ha podido extraerse”.
Al contrario que Gandhi, que veía en la no violencia la mejor solución para las tensiones y los conflictos entre individuos y tradiciones, Berlin utiliza la metáfora luterana del “fuste torcido” para expresar su idea de la no reconciliación de las contradicciones en la historia humana. Pero aunque Berlin veía con gran pesimismo la posibilidad de erradicar los conflictos que suscitan los valores en las sociedades humanas, no dejaba por ello de esperar con optimismo la posible materialización de lo que denominaba una “sociedad decente”. Así, su pluralismo iba unido a la idea de que existe un umbral de decencia humana, no inmutable a lo largo del tiempo.
Para Berlin, la historia humana está libre de cualquier teleología que busque significados y, la acción humana, carente de objetivos previos a los que dirigirse. La ausencia de leyes y valores superiores que podamos invocar para justificar nuestras opciones políticas e históricas da lugar a una perspectiva mucho más fragmentada del pluralismo, que se conjuga con una permanente sospecha de la tendencia humana a la violencia. A pesar de las diferencias que se pueden encontrar entre los fundamentos espirituales del pluralismo de Gandhi y las sospechas que en la visión del pluralismo de los valores de Berlin suscitan los principios metafísicos y teleológicos, uno y otro reivindican la posibilidad y la aceptación de la comunicación moral, rechazando la acusación de que sus pluralismos estén teñidos de relativismo. Para Gandhi y para Berlin, una de las formas de distinguir entre pluralismo y relativismo radica en admitir la existencia de un núcleo de valores compartidos o universales que nos permita llegar a un acuerdo sobre, por lo menos, algunas cuestiones morales. A pesar de sus diferencias, ambas concepciones pueden considerarse complementarias para poder aferrarnos a la idea de que existe un horizonte humano común.
Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
Fuente: Diario El País. 02 de mayo del 2014.

domingo, 16 de marzo de 2014

Reseña del libro "Modernidad y Holocausto" de Zygmunt Bauman.

Modernidad y holocausto

Zygmunt Bauman

Por María Castro
 
El Holocausto se ha convertido para los occidentales en un símbolo del mal, en un icono cultural que representa la barbarie incomprensible, la cara negra del siglo XX. Se ha convertido también en un símbolo sagrado para los judíos que, en cierta forma, lo han monopolizado, convirtiéndolo en el desenlace inevitable de un antisemitismo ancestral. El Holocausto es todavía una referencia contínua y objeto de múltiples estudios e investigaciones históricas. ¿Por qué entonces ha tenido tan poca repercusión en la organización de nuestra sociedad? ¿Por qué no se han derivado conclusiones generales que pudieran haber influido en el curso de la historia?
 
A estas preguntas trata de dar respuesta Zygmunt Bauman es este magnífico libro, que obtuvo el premio Europeo Amalfi de Sociología y Teoría Social del año 1989. La tesis que defiende Bauman es que las conclusiones que se derivan de las respuestas a esas preguntas ponen en entredicho los fundamentos mismos de la sociedad en la que vivimos. El hombre occidental gusta de interpretar su historia como un camino ascendente desde la barbarie primitiva hacia el progreso tecnólogico y social, como una lucha del hombre por superar sus propios instintos individuales y crear una sociedad más justa en la que esos instintos queden anulados por el efecto de la educación, la cultura y la extensión del bienestar social. En ese sentido el Holocausto se interpretaría como una reminiscencia de esa antigua barbarie en un mundo convulso que no había conseguido todavía asentar un nuevo orden social, como el último de los episodios de violencia y genocidio que han acompañado al hombre en su historia.
 
Sin embargo el Holocausto judío, como las purgas soviéticas, fueron diferentes; fueron cuidadosamente planificados y organizados en todos sus detalles, llevados a cabo friamente y con absoluta contundencia técnica, con escasa participación de los sentimientos o emociones personales, implicaron a toda una sociedad y a todas sus instituciones, crearon toda una tecnología y un aparato burocrático a su servicio y no sólo eliminaron el sentimiento de culpa individual, sino que lograron imprimir en la conciencia colectiva, bien la indiferencia hacia las víctimas, bien la satisfacción del deber cumplido. En definitiva, fueron el producto de la sociedad moderna y utilizaron las enormes posibilidades que esta sociedad moderna ponía a su disposición, logrando con ello una eficiencia en la consecución de sus fines inédita en cualquier otro episodio de genocidio anterior.
 
A pesar de los millones de personas asesinadas, a pesar de la inmensa crueldad de las acciones que se llevaron a cabo, no fueron el resultado de la acción de sádicos degenerados, ni de enfermos mentales, como resultaría tranquilizador creer. Exigió la colaboración de honrados ciudadanos, de intelectuales, de científicos, de personas que, en la mayor parte de los casos serían incapaces de crueldad directa contra sus semejantes que, probablemente, reprobarían el uso de la violencia física y que jamás la habían utilizado y, pese a todo, consiguió dicha colaboración.
 
¿Cómo fue posible?: se había logrado la invisibilidad de las víctimas, deshumanizándolas, aislándolas, sacándolas de la vista de la mayoría, convirtiéndolas en entes categorizables, intercambiables y, lo más importante, totalmente diferentes del resto de ciudadanos. Se había logrado una perfecta división del trabajo, totalmente jerarquizada que permitía a cada uno de los funcionarios implicados obtener la satisfacción del trabajo bien hecho, traspasando la responsabilidad moral al funcionario inmediatamente superior. Se utilizaba un lenguaje neutro, aséptico, que permitía entre otras cosas dormir las conciencias y otorgar una sensación de rutina, de normalidad. No existía una relación directa entre la nimiedad del gesto individual y la inmensidad del resultado. Ni se veía a las víctimas, ni existía una relación directa entre el trabajo de cada uno y el resultado de dicho trabajo, siempre existía un intermediario que garantizaba que la responsabilidad se diluyera. Se había utilizado, en fin, la burocracia y como en toda burocracia, lo importante eran los medios, los procedimientos, los reglamentos y no el fin que se perseguía.
 
De la misma forma se hizo posible la mayor crueldad de todas, se logró la colaboración de las propias víctimas, a las que siempre se concedió el engaño de la lógica: sin poder imaginar la inmensidad del horror que se gestaba, acostumbradas a pensar en un mundo ordenado racionalmente, se les ofreció siempre, hasta el último momento, la apariencia de una organización racional, en la que existían leyes, procedimientos, categorías con las que podían, actuando siempre según los medios de los que anteriormente se habían valido, minimizar el sufrimiento y salvar la vida.
 
Es decir, fueron los propios mecanismos en los que solemos confiar para garantizar el bien general los que lograron que el éxito fuese completo. Los mismos mecanismos que siguieron funcionando, como si nada hubiera pasado, que, de hecho, siguen funcionando. Bauman no quiere decir con esto que ni la burocracia, ni la moderna organización social den cómo resultado necesariamente un fenómeno como el Holocausto, pero sí que contienen los elementos que lo hicieron posible y que dichos elementos no han sido puestos en duda como debieran. A este respecto reflexiona acerca de los controvertidos experimentos de Milgram y Zimbardo que ponen de relieve la relación existente entre la crueldad humana y las relaciones sociales de dependencia y subordinación. La conclusión más desasosegante de dichos experimentos es que la mayor parte de las personas somos capaces de causar un daño importante a otras si ocupamos una posición de poder o si existe una autoridad firme y unívoca que nos lo ordene. La más esperanzadora es que la diversidad de opiniones, la divergencia entre los que mandan permite que salga a la luz la conciencia individual.
 
Como decía el Doctor Servatius, defensor de Eichman en el juicio al que éste se enfrentó en Jerusalén, se va a juzgar a un hombre por los mismos actos que, de haber sido otros los vencedores, le hubieran otorgado honores y distinciones. Si delegamos en las instituciones sociales la capacidad para ordenar y juzgar, para decidir lo que es o no es moralmente reprobable y para premiar o castigar nuestros actos individuales, si confiamos en que esas mismas instituciones deben ser las que regulen nuestro presente y nuestro futuro deberíamos tener una mayor capacidad crítica, deberíamos tener siempre los ojos y los oídos abiertos, escuchar a los que se cuestionan el orden establecido y atrevernos siempre a pensar por nosotros mismos. Ésta no es más que una de las muchas conclusiones personales tras la lectura de un libro al que, por su interés, por su profundidad, por la trascendencia de las cuestiones que plantea, ninguna reseña puede hacer justicia. Es, desde mi punto de vista, un libro imprescindible.

Fuente: www.archivodenessus.com

sábado, 26 de octubre de 2013

Entrevista a la filósofa francesa Judith Revel. Foucault, biopolitica, democracia e indignados.

Judith Revel: “El filósofo de hoy debe negarse a hablar en lugar de los otros”

La intelectual francesa, una especialista en la obra de Foucault, visitará la Argentina a principios de noviembre. En esta entrevista habla de la biopolítica como objeto de estudio, de los movimientos sociales y del derrumbe de las democracias europeas. “No me interesan demasiado las utopías. Me interesa más el proyecto de la reinvención aquí y ahora”, sostiene.

POR HÉCTOR PAVÓ
La filósofa francesa Judith Revel no tiene una tarea sencilla. Prosigue el camino de los pensadores franceses e italianos, los reelabora y además genera ideas propias. Dialoga con ambas tradiciones europeas, las pasa por el tamiz marxista y foucaultiano y arriesga interpretaciones de la vida política global; la misma que le permite llegar a Brasil o a la Argentina y entender lo que ocurre en estos escenarios. 
Revel centra sus investigaciones actuales en la biopolítica, los movimientos sociales y nuevas formas de subjetividad política.
Es Maestra de conferencias en la Universidad de París I, miembro del laboratorio Filosofías contemporáneas; miembro del Bureau scientifique du Centre Michel Foucault. Precisamente es especialista en Foucault sobre quien ha escrito libros como elDiccionario Foucault (NuevaVisión). 
En noviembre vuelve a Buenos Aires a dictar un curso en la Universidad Nacional de San Martín en el ciclo "¿Qué hacer con Marx?", titulado "Trabajo, producción: de Marx a Foucault". Se realizará del 4 al 7 de noviembre en el Campus Miguelete-UNSAM. En su última visita a Buenos Aires concedió esta entrevista. Didáctica, serena y de mirada profunda habló de la contemporaneidad atravesada por la biopolítica.  
¿Por qué cree que la biopolítica se ha vuelto un objeto de estudio estos últimos años en Europa y aquí en Sudamérica?
Por un lado, creo que Foucault expresa la idea de que no se puede hablar del poder en general y siempre hay que historizar y ubicar geográficamente al poder y que hablar del poder desde el fin del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX designa algo en lo que todavía estamos, que sigue siendo nuestro propio presente y donde las modalidades del gobierno, la gobernabilidad que emerge, no tiene nada que ver con la gobernabilidad anterior. Y esta gobernabilidad está ligada fundamentalmente a las condiciones que están cambiando de producción, o sea, a la aparición de un nuevo paradigma de la economía política. Historizar, en el momento en que lo produce Foucault, en los años 70, le valdrá críticas extremadamente violentas de parte de quienes, en la filosofía política consideran el poder como una entidad o una cosa trans-histórica, por ejemplo todo el Marxismo ortodoxo en 1970. Y me parece que es un gesto que se puede recuperar hoy porque la cuestión de Foucault es: debemos analizar nuestro propio presente para ver en qué difiere de los momentos presentes que lo precedieron; eso plantea la pregunta de la actualidad y la pregunta de los poderes, no del poder –que no existe- sino de las relaciones de poder. La fortuna de la bio-política está en ese gesto y está también en la idea de Foucault de que el surgimiento del liberalismo económico exige como condición de posibilidad una puesta a trabajar de la vida, esa idea sigue siendo bastante ampliamente verificable hoy, incluso se complejizó, se modificó también en parte –sigue existiendo hoy pese a que las condiciones de la producción cambiaron. El segundo nivel son los efectos de las lecturas. Después de la muerte de Foucault, a partir de mediados de 1990, dos pensadores tuvieron un enorme éxito en particular en América Latina: uno es Agamben el otro es Esposito. Yo soy bastante escéptica respecto de las lecturas de uno y otro de la vida política porque creo que ellos biologizan demasiado la vida allí donde Foucault entiende la vida social y política. Segundo, creo que tanto uno como el otro pierden de vista la importancia de la periodización histórica. Foucault habla de un momento histórico determinado, de una condición de la producción determinada, de un contexto económico determinado, de modo que hace la genealogía, remonte, llega hasta el siglo XX desde el siglo XIX, el hace la pregunta de nuestro propio presente. Es totalmente ajena a él la idea de hacer de la biopolítica un instrumento que puede llevar a pasear por la historia, la Edad Media, la Antigüedad, etc. Y en las lecturas de Esposito y de Agamben tengo la impresión de que, de manera diferente en uno y otro, hay una relativa des-historización de este concepto de bio-política que pasa a ser un concepto que se aplica a todo. Y paralelamente hay una biologización o una naturalización de esta idea de “bios” que para Foucault es totalmente política, económica, cultural, epistemológica, social.
Pero entonces, ¿cómo define usted la biopolítica?
La bio-política nombra la manera en que entre el fin del siglo XVIII y el comienzo del siglo XIX las relaciones de poder se aplicaron de diferente manera a la vida. En realidad, hasta el fin del siglo XVII –dice Foucault–  el ejercicio del poder se aplica  a los sujetos, hombres y mujeres cuya vida no es reconocida como valor. Entonces, cuando se intenta hacer respetar un poder se puede tranquilamente suprimir una vida para dar el ejemplo. Castigar tiene siempre un valor de ejemplo. Es un acto que es siempre arbitrario pero parte del principio de que la vida en sí no vale mucho, no vale nada, no demasiado. Lo importante es entonces el efecto de miedo o de terror que permite al soberano hacerse respetar. A partir del momento que se implementan condiciones de producción diferentes que van a corresponder a la industrialización progresiva de las manufacturas en el siglo XVII cada vez se necesita más mano de obra y a partir de ahí los hombres y las mujeres comienzan a tener un valor porque el cuerpo ya no puede ser eliminado como si no importara porque los cuerpos son la fuerza de trabajo y la fuerza de trabajo permite la producción. Y todos los análisis de la economía clásicos dicen que el valor de cambio de un producto no es el producto en sí, es la cantidad de trabajo que ha sido incorporada a ese producto. Es la gran lección de Adam Smith y Ricardo. Ya no se pueden suprimir con tanta liviandad y sin consecuencia los hombres y las mujeres porque sus vidas son su fuerza de trabajo. La idea de Foucault es muy simple: a partir del momento en que emerge ese tipo de paradigma es mejor modificar el tipo de gobernabilidad, la forma en que se gobierna a los hombres y las mujeres, y pasar de un paradigma de la sumisión a un paradigma que él llama de la vigilancia. Vigilar y castigar. Y en esa vigilancia no está solamente la idea de que no se pueden suprimir, sino la idea de que hay que domarlos, amaestrarlos, el término de Foucault es muy fuerte, educarlos que hace falta una anatomía política para tratar de conformar sus cuerpos con respecto a las exigencias del trabajo. De modo que hay que construirlos con respecto a las exigencias del trabajo. Ese es el primer sentido del término bio-política. Es interesante –al menos a mí me interesa- es que el problema no se planteaba para los esclavos, porque cuando había esclavos se los podía matar tranquilamente porque la reserva de mano de obra esclava se creía que era infinita.  O sea que si se los eliminan el riesgo es que la producción se frene. En los archivos de las fábricas del siglo XIX existe esa preocupación en los años 1830 –pero también lo encontramos en Marx- ese peligro de la extinción. Si se los destruye demasiado, no habrá más. Y si no hay más, se acaba la producción porque no quedará nadie para trabajar en las fábricas. Ese es un primer sentido y hay un segundo sentido que es que antes de ese cambio del paradigma del gobierno, paradigma de la administración de los hombres y las mujeres en función de las necesidades de la economía, antes del surgimiento de lo que Foucault llamará una economía política liberal –que será la biopolítica- el instrumento de la soberanía para hacerse respetar era la norma jurídica. La norma jurídica era la expresión de la soberanía, era la que decía lo que era posible, lo que era imposible, lo que era lícito, lo que era ilícito. A partir del momento que lo que se quiere obtener de la gente no es su obediencia, no sólo su obediencia, sino el hecho de que produzcan –Foucault dice que se quiere obtener de los hombres y las mujeres prestaciones productivas en el trabajo- hay que plantearse el problema de cómo volverlos más eficaces todavía. Y muy pronto –dice Foucault- en ese giro biopolítico se toma conciencia de que alimentando mejor a la gente, haciéndose cargo de su salud, haciéndose cargo de la demografía, haciéndose cargo de las condiciones de vivienda, etc., se toma conciencia de que los trabajadores en las estructuras de fábrica se vuelven más eficaces. Hacerse cargo de la vida de la gente es caro. Pero al mismo tiempo, no hacerse cargo de la vida de la gente, hace que la producción sea menos eficaz, hay menos productividad y por ende hay menos plusvalía, o sea ganancia. El cálculo pasa a ser un cálculo de equilibrio: lo que se invierte en la vida de las personas para que sean mejores en la producción y los beneficios de la producción propiamente dicha. Este tipo de cálculo –dice Foucault- corresponde a una extensión del poder fuera del tiempo de trabajo en el sentido estricto. La gente trabaja ocho horas –en esa época no eran 8 horas, se trabajaba 12, 14, 16 horas- pero en realidad se toma a cargo su vida fuera del lugar de la fábrica y fuera del horario de trabajo para poder garantizar que trabajaran menos durante el tiempo de trabajo. Por ejemplo, al final del siglo XVIII en algunos puertos ingleses se procede a la instalación de dispositivos que controlan los lugares de placer, las casas de tolerancia, los prostíbulos y la distribución de las bebidas alcohólicas los sábados y domingos. Porque si los hombres beben demasiado y se pescan enfermedades venéreas son menos eficaces el lunes por la mañana y en general tienen menos salud y sus problemas de salud bajan su rendimiento productivo. Foucault dice que se ven desarrollarse políticas que son políticas filantrópicas, de tomar a cargo la vida y aspectos de la vida, de la existencia material muy concretos –no tiene nada que ver con la vida biológica y que tienen que ver con ámbitos que nunca habían sido abordados por las relaciones de poder hasta ese momento, y que son la alimentación, la demografía, la sexualidad, etc. Y esa extensión de los poderes a la vida, es lo que Foucault llamará biopoderes. Los poderes comienzan a interesarse en la vida como condición de la productividad, solamente como condición de la productividad.
¿Podemos decir que la crisis de Europa produjo nuevos sujetos para analizar desde el punto de vista de la biopolítica?
Sí, creo que sí. Pero creo que esos nuevos sujetos desde el punto de vista político existían antes de la crisis. La crisis los hizo emerger, los volvió más visibles, pero existían mucho antes de 2007-8. En Europa hubo un cambio a partir de mediados de los años 70, comienzos de los años 80. Hay un cambio de paradigma en la producción –no se trata solamente de un cambio europeo, es un cambio mundial y consiste en dos cosas: en primer lugar, hay una flexibilización del trabajo muy grande que corresponde al mismo tiempo al hecho de que se le pide a la gente que sea capaz de modificarse a sí misma en función de las ofertas de trabajo –o sea que se exige a las personas una adaptación permanente a la oferta de trabajo, o sea un trabajo sobre sí mismo, una metamorfosis o modificación de sí mismo, primera cosa; y segunda cosa: esa flexibilización tiene que ver enormemente con el tiempo de trabajo. En toda la organización clásica del trabajo en todo el paradigma de la producción el horario podía ser más o menos largo pero era considerado como un bloque de tiempo en el tiempo de la vida: 14 horas en el siglo XIX, 8 horas hasta hace unos años, ahora 7 y monedas, ya que estamos en 35 horas semanales. Ahora con la flexibilización se le pide a la gente que trabaje por pequeños fragmentos de tiempo en el tiempo de la vida. Es evidente que cuando usted trabaja dos horas a la mañana, después no hace nada, después vuelve a trabajar dos horas, entre esos momentos del trabajo, el tiempo de su vida es un tiempo vacío, y eso crea efectos que son efectos de sufrimiento y de desarticulación del tiempo de la vida que son muy grandes. En Francia hace dos años –duró un año y medio- 2010-2011, hubo una ola de suicidios en Telecom. Y los suicidios no correspondían a gente de nivel bajo sino a gerentes, o sea personas que se ganan bastante bien la vida y tienen sus derechos garantizados pero que estaban sometidos a procesos de flexibilización enormes. Y por lo tanto la tensión que generaba esa nueva organización del trabajo era tal que no podían soportarla, de ahí los suicidios. Esa patologización es muy clara y no corresponde al tiempo de la crisis, es anterior. Hay una segunda cosa: cada vez se desarrollan más formas de trabajo, no diría trabajo inmaterial, porque el trabajo inmaterial no existe, siempre hay elementos inmateriales en el trabajo material y siempre hay elementos materiales en el trabajo inmaterial- se desarrollan formas de trabajo que llamamos cognitivo y son formas de trabajo que implican elementos que son elementos de relación, elementos lingüísticos, elementos informáticos, etc.  -el tele-trabajo, conmutadores, de servicios- todo eso es trabajo inmaterial. De mis alumnos en la Sorbona, el 75% trabaja, y los trabajos que les proponen a los estudiantes son o bien horarios flexibles de tipo McDonald’s, donde les proponen trabajar por pequeños tramos, o el trabajo de telefonía que pueden hacer en su casa. Responden a usuarios en servicio en una plataforma Internet, diciéndoles: es totalmente compatible con su tarea de estudiantes ya que pueden hacerlo en su casa. En realidad, trabajar en la casa significa que uno se convierte en el propio controlador de su trabajo, y como se cobra por tarea, por rendimiento, y no por horario de trabajo, si no se llega a hacer. Se pueden pasar las noches,  las tardes –desarticula la oposición entre tiempo de trabajo y tiempo de vida. Esto es anterior a la crisis e hizo surgir sujetos que son sujetos precarios –precarios en sus contratos de trabajo pero precarios también en esta especie superposición, la vida puesta en el trabajo y la vida para sí. Y esa tensión entre la vida puesta en el trabajo y la vida para sí es uno de los leitmotiv que surgieron con mucha fuerza en Francia en particular a comienzos de los 2000. Es parte de la protesta que se llamó “Los intermitentes del espectáculo” –son todos los trabajadores que trabajan en la economía del espectáculo: teatro, cine, etc., que decían justamente: nosotros estamos en una situación particular: nos pagan por una película, o por una obra de teatro o por un concierto pero el tiempo pasado entre la película, la obra o el concierto es un tiempo de preparación para el teatro o el concierto. O sea que pasamos toda la vida trabajando en lo que va a ser el momento de la representación. Nos pagan solamente por el momento de la representación pero todo el trabajo previo de preparación, de elaboración, es trabajo gratuito. No tenemos horario preciso. Lo interesante es que esa reivindicación que era corporativa, sectorial poco a poco se convirtió en la reivindicación de todos los precarios que dicen: nos pasamos todo el tiempo trabajando porque no tenemos horario y la forma de la explotación actualmente es esa desarticulación del tiempo de trabajo y esa extensión del tiempo de trabajo sobre el tiempo de la vida. En esa coordinación que se instaló entre los intermitentes y los precarios del espectáculo en Francia –que fue muy fuerte como movimiento social- asistimos a una suerte de federación no corporativa de todos los precarios detrás de la consigna: “Quiero que mi vida sea pagada porque en este momento toda mi vida está puesta en el trabajo”. Y eso fue muy fuerte en Francia.
Usted analizó la situación de la periferia de París en el año 2005 con el concepto de biopolítica como herramienta. ¿Qué encontró allí?
Yo enseñaba un Liceo en la periferia y era un liceo considerado difícil y yo enseñaba filosofía en condiciones bastante violentas. Y en el momento en que llegué, en 2004, había una violencia que era una violencia no expresada y en 2005 se produjo la revuelta. Se olvida generalmente que la gente que vive en la periferia, que en general es gente de origen inmigrante, pero que es gente de origen inmigrante de segunda, tercera o cuarta generación. Son ciudadanos franceses. Yo tengo cuatro abuelos: 3 son de origen extranjero y yo soy francesa. En la periferia, el hecho de ser francés no significa tener derechos, ser ciudadano pleno. Y esa percepción pasó –en 2005- por el hecho de que los estudiantes me decían: ustedes los franceses. Y yo les decía: ustedes también son franceses, pero ellos me respondían: pero usted tiene derechos. Y creo que esa fractura, que es social, se está ahondando cada vez más. Y cuanto más se la deja profundizar, más fenómenos de radicalización, de violencia, de patologización de los comportamientos, cantidad de depresiones, casos de anorexia en las jovencitas, hay tanto sufrimiento que las personas no resisten, no soportan las condiciones de vida. Por un lado está eso y también el hecho de que se está construyendo un terreno propicio, favorable a todos los extremismos religiosos. Los extremismos religiosos son son sumamente marginales en Francia actualmente. Digan lo que digan, sigue siendo sumamente marginal; el Islam francés existe, es masivo y no es radical. Es un Islam totalmente integrado a la cultura francesa, como tenemos un cristianismo francés, un judaísmo francés, etc. Pero en las zonas de no-derecho, las zonas de desesperación social cuando llega un grupo, un grupito pequeño, de extremismo religioso y dice “les devolveremos la dignidad” “les devolveremos una identidad” “les devolveremos esperanzas”, etc. es evidente que en este terreno de desesperación social, son más escuchados. Allí donde falta el Estado, las políticas públicas, pueden llegar a desarrollarse radicalismos que, repito, en la actualidad todavía son muy marginales. La desesperación social siempre es terreno propicio para salir de la democracia. Cuanta más desesperación social hay, más peligra la democracia. Y es lo que ocurre en la periferia en Francia en la actualidad.
¿Qué futuro imagina para  movimientos sociales como el de los Indignados? 
En Europa se experimentaron varias cosas. Se experimentó una crisis muy fuerte de la representación política. Desde hace varios años, en Europa se tiene la impresión de que este sistema de la representación política democrática se agota y que da lugar a configuraciones sumamente incómodas desde el punto de vista de la democracia propiamente dicha. Dos ejemplos: elecciones de 2002 en Francia, en la segunda vuelta, en lugar de tener un candidato de izquierda y uno de derecha, como siempre, se dio entre un candidato de extrema derecha: xenófobo, antisemita, antiparlamentario, anti-derechos y un candidato de derecha Jacques Chirac. Es decir, un candidato democrático de derecha y un candidato de extrema derecha muy peligroso para la democracia. ¿Qué hicieron los franceses, qué hice yo? Fui a votar para defender la democracia. Fui a votar por Jacques Chirac que fue electo con un 82% en la segunda vuelta. Por supuesto que había que votar para defender la democracia. Al mismo tiempo, plantea un problema. ¿Qué es esa representación política en la democracia que me dice: tenés que votar por alguien que no corresponde a tus ideas políticas, sociales, económicas, culturales para poder defender la democracia? ¿Qué democracia es ésta que dice: tenés que votar por otro y no por tus ideas para defender la democracia? Y eso es un verdadero problema. Segundo ejemplo: viví mucho tiempo en Italia. Tuvimos 14 años de gobierno Berlusconi que fue un gobierno profundamente corrupto –económicamente, jurídicamente, etc. Cuando Berlusconi abandonó el poder, grandes porciones de la derecha y de la izquierda italiana querían que Berlusconi se fuera. Hasta el mundo empresario decía: no puede ser. Hace mal económicamente al país. Hasta la derecha liberal no quería a Berlusconi. Por lo tanto, Berlusconi se va. A todos nos alegró que Berlusconi se fuera, pero luego vino un gobierno tecnócrata que es un gobierno formado por especialistas para tratar de salvar la economía italiana, cuando en realidad era un gobierno que tuvo como jefe a Mario Monti, un hombre que pertenece a la banca que provocó la crisis. Es una paradoja. En Grecia igual: el hombre que salvó a Grecia, el jefe del gobierno griego, es un hombre que viene de Goldman Sachs. Goldman Sachs es uno de los bancos que provocó la crisis. Por eso yo digo que en Europa –y en eso pienso que es diferente de América Latina- hay una sensación de agotamiento de las formas de la representación política. El hecho de votar por un gobierno hoy ya no garantiza las condiciones elementales de la democracia. ¡Cuidado! No dije que Europa no era democrática. Europa es democrática. Pero da la sensación que la forma histórica de la representación democrática que es una de las formas de la democracia se agota. Eso no quiere decir que hay que salir de la democracia. Quiere decir que hay que plantearse el problema de otras posibilidades de articulación de la democracia. Creo que los Indignados o los movimientos Occupy dicen a su modo: nosotros querríamos poder decir algo de la situación. Querríamos no ser representados por hombres que no nos representan sino poder hablar, somos el 99%. Nos gustaría poder, por ejemplo, puesto que somos el pueblo, ocupar el espacio público, lo público somos nosotros, lo público es el Estado pero nosotros somos el Estado. Hoy por ejemplo en las democracias se considera que estas protestas son algo que no se tiene derecho a hacer. No se puede ocupar un lugar público y eso plantea el problema de ese divorcio entre la esfera pública –que es percibida como la esfera del Estado- y la esfera de la gente. Y cada vez más, la gente dice: nosotros somos –y la palabra que circula mucho en este momento y en la que han trabajado desde el punto de vista filosófico, teórico -es el término Común. Común es lo que no pertenece a uno solo y no pertenece tampoco al Estado una estructura separada. El Común pertenece a todos en común, y no al Estado porque en definitiva sería como que el Estado se apropió como estructura de algo que es de todos. En esa tensión me parece que están sucediendo las cosas en Europa. Eso plantea un problema más general que es el problema entre los movimientos y los Estados, los gobiernos. Pienso que hay experiencias políticas en las que los Estados aceptaron dejarse atravesar por los movimientos, aceptaron escucharlos, no integrarlos necesariamente, no de absorberlos necesariamente, sino de dialogar en forma permanente y hacerlos convertir en el motor de la reflexión del Estado. E inversamente, los movimientos aceptaron dialogar con estructuras institucionales. En esta dialéctica entre Estado constituido y movimientos constituyentes pienso que hay un nuevo paradigma de la democracia posible. No sé muy bien cómo puede organizarse, pero pienso que puede organizarse. En 2009, al comienzo del segundo gobierno de Evo en Bolivia nos habían invitado a asistir al proceso constituyente y fue apasionante. Estuvo lleno de problemas, de ambigüedades, de complicaciones, por supuesto. Y esas ambigüedades son aún más grandes hoy, no es simple, pero lo apasionante era la idea de que un gobierno constituido lanzaba una Constituyente que integraba movimientos -movimientos sindicales, movimientos indígenas, movimientos de mujeres, movimientos de campesinos, urbanos- y hacía de esos movimientos el motor de la reforma de la constitución. Y para nosotros que simplemente asistíamos, éramos espectadores fue apasionante ver cómo un gobierno se dejaba atravesar, cómo un poder constituido se dejaba atravesar por una instancia constituyente. Fue asumir un riesgo enorme, un acto de coraje fantástico. Era también una esperanza para la democracia pero es complicado de organizar.
Jean Baudrillard escribió: "Olvidar a Foucault". ¿Qué le parece esa idea? ¿Ha sido abandonada?
Depende de lo que se entienda por ‘olvidar’. Si por olvidar se refiere a no hacer de Foucault un autor académico, estoy de acuerdo. Si por olvidar quiere decir no utilizar a Foucault hoy no estoy de acuerdo. No estoy de acuerdo por una razón muy simple y es que nunca pensé que Foucault decía la verdad, que producía verdades absolutas. Siempre pensé que Foucault producía preguntas y que esas preguntas exigían ser abordadas nuevamente en épocas y lugares que no eran los de Foucault. El año próximo se conmemora el aniversario de los 30 años de la muerte de Foucault. Es evidente que entre 1984 y 2014 el mundo cambió. Tenemos la globalización, el fin del Este-Oeste, la caída del Muro de Berlín, la crisis económica, el despertar de los continentes emergentes, América Latina, China, India, etc. Todo el mundo cambió. Y al mismo tiempo pienso que las preguntas que planteaba Foucault siguen siendo válidas hoy. Esas preguntas son: no se puede pensar la necesidad de la liberación, la resistencia al poder, etcétera si no se hace antes la cartografía de las relaciones de poder en los que se está encerrado. Por ende: sea usted siempre el cartógrafo de su presente, mire a su alrededor, lea el diario. Eso es muy lindo –Hegel decía el diario es la oración de la mañana. Pero pienso que la lectura del diario como el primer gesto del filósofo. Mire el mundo a su alrededor, trate de ver cómo funciona. Si no hace ese trabajo es inútil pensar cuestiones como: ¿qué es la libertad? ¿Qué hay que resistir?  La segunda cosa, que es la idea fundamental de Foucault es: sean cuales fueren las relaciones de poder en las que usted se encuentre, siempre hay libertad. Y esa libertad corresponde a lo que usted puede hacer por sí mismo. Trabajar uno mismo sobre sí mismo –lo que Foucault llama subjetivarse –el trabajo de sí mismo sobre sí mismo o sobre los otros- la relación con los otros es algo que nunca nos pueden quitar, y ese trabajo produce varios efectos, Primero usted se transforma a sí mismo y usted es el único que puede hacerlo y eso es un acto de libertad. Y, segundo: no sólo usted se transforma a sí mismo y transforma las relaciones con los otros, sino que puede producir nuevos modos de vida, encontrar una manera de comportarse y existir y a nivel político, nuevas maneras de construir, de agenciar la manera en que vivimos todos juntos. La política no es más que eso. La política es la forma en que vivimos juntos. Finalmente, dice Foucault, cualesquiera que sean las relaciones de poder, esas relaciones nunca están saturadas, siempre existe la posibilidad de transformarse a sí mismo y de transformar la relación con los otros y plantearse el problema de la organización, de la forma de la organización nueva de la vida todos juntos. Y eso se llama política. Y creo que esa idea sigue siendo válida aún hoy aunque el mundo haya cambiado y aunque Foucault se haya equivocado y haya dicho cosas que no debió decir. Eso no es importante. No es el problema.
Usted es filósofa. Me imagino que tiene muchas preguntas. ¿Dónde encuentra las respuestas? Por ejemplo, en el mundo del arte, la literatura, la música…
Depende. Yo no conocí personalmente a Foucault. Empecé a trabajar en él después de su muerte, pero creo que la lección de Foucault es interesante porque es alguien que trabaja sobre la literatura, sobre las ciencias humanas, que trabaja mucho con los historiadores, pero también en los archivos, y que trabaja también con militantes, pero también en contacto con músicos, fue compañero de Jean Barraqué, fue muy amigo de Pierre Boulez y creo que multiplicó las relaciones con el mundo y que finalmente eso construye una figura de filósofo que no es en absoluto una figura de filósofo en la torre de marfil sino que es la figura de un hombre o una mujer que hace preguntas y escucha. Y que escucha los ruidos del mundo, vengan de donde vengan. Creo que puede venir del discurso universitario como puede venir del discurso de los artistas, como puede venir del discurso de la gente en la calle, puede venir de fuentes muy diferentes. Es interesante porque esto propone otra figura del filósofo y en líneas más generales otra figura del intelectual. El intelectual no es el que habla en lugar de los otros, no es el que dice las verdades en lugar de los otros, es quien escucha y habla con uno en lugar del otro. Y pienso que Foucault fue el primero en romper con ese modelo del intelectual orgánico, comprometido, de tipo Jean-Paul Sartre, que se representaba como el portavoz, el que hablaba en lugar de otros porque era el intelectual universal. Foucault dice que él no es un intelectual universal, es intelectual profesor en el Collège de France en un lugar preciso pero escucha y habla con todo el mundo. Y pone al servicio de los otros su propia posición institucional, que es una pequeña posición de poder también, y eso permite a veces hacer oír con más fuerza la voz de los otros, pero nunca habla en lugar de los otros. Pienso que un filósofo hoy debe escuchar lo que dice la literatura, escuchar lo que dice el cine, etc. pero debe negarse a hablar en lugar de los otros.
¿Usted es francesa, franco-italiana, europea…?
Soy francesa por mis documentos de identidad pero mis abuelos se naturalizaron. A veces me pasa que me piden los certificados de naturalización de mis abuelos. Yo tengo un abuelo irlandés, una abuela pied-noir de Argelia y dos otros abuelos judíos de origen alemán. Es mucha mezcla. Y me siento muy orgullosa de eso. Me siento muy orgullosa porque lo que me construyó es una circulación de lenguas, de cultura, de identidades, lo que me construyó es la idea de una diáspora que no fue vivida como una condena sino de una diáspora vivida como una suerte de enriquecimiento permanente. Vemos eso de una manera muy emotiva en los años 30 leyendo la correspondencia entre Walter Benjamin y Scholem. Scholem ya está en Palestina y le dice a Benjamin cuando el nazismo ya está ascendiendo, en el 35-36: vení a Jerusalén, podrás trabajar en la biblioteca, etc. Escapá, vení acá y Benjamin le dice: no, porque nunca podré hablar un solo idioma y ser un hombre de un solo país. Yo soy hombre de todos los idiomas y todos los países. Y es realmente esa reivindicación de la circulación, el melting-pot, como afirmación de la construcción de sí mismo, como un devenir siempre diferente, y como rechazo de un anclaje. Es algo que sigue conmoviéndome hoy. Pienso que Europa podría ser eso, es decir ese espacio enorme de libertad de los pueblos, finalmente liberados de esa cosa que le hizo tanto mal a Europa y que es la identidad nacional. Sé muy bien que en América Latina y Europa no se tiene la misma manera de considerar la nación, la identidad nacional, y el vínculo entre el pueblo y la nación. Pero vengo de un lugar del mundo donde en nombre de las identidades nacionales, en nombre de los nacionalismos se hicieron dos guerras mundiales y en cada una 50 millones de muertos. Y no ha terminado, porque la situación en los Balcanes, la guerra de ex Yugoslavia dura desde hace 15 años y los hombres se mataron entre sí en nombre de las identidades nacionales, de fronteras, cuando habían sido los mismos y habían vivido durante siglos. Para toda una parte de los europeos, el proyecto europeo propiamente dicho fue construido en los años Cincuenta, Europa era la esperanza de acabar con los nacionalismos y con las guerras nacionales. Desde ese punto de vista soy profundamente europea. Después, culturalmente estoy por supuesto muy apegada a Francia y a Italia pero Italia es un país de emigrados. Los italianos son gente que recorrió el mundo, que volvió, que mezcló. Aquí entiendo muy bien el español en Argentina, es maravilloso porque tengo la sensación de que se parece a inflexiones que escucho en Italia. Los italianos son ese pueblo. La Francia ha sido construida por oleadas de inmigraciones sucesivas y pienso que no es casual que yo me identifique con dos países, uno con una gran cantidad de emigración, el otro con una gran cantidad de inmigración porque son países que aceptaron abrir sus identidades a otra cosa.
Y para terminar, ¿cuál es el lugar de la utopía actualmente?
La utopía etimológicamente, utopos, es un lugar que no existe. No me interesan demasiado las utopías. Me interesa más el proyecto de la reinvención aquí y ahora, o sea en este mundo, en ese lugar, en este topos, de otras maneras de organizar la vida de los hombres y las mujeres juntos. O sea, no proyectar a un lugar y un tiempo no calificados hacia adelante proyectos de vida mejores –porque esa es en definitiva la vieja idea del ideal revolucionario: más tarde. Yo creo que al “más tarde”, en primer lugar, nunca se llega, porque el más tarde siempre se posterga y además legitima los horrores y las atrocidades en el camino para llegar al más tarde. Es mucho más interesante decir aquí y ahora. Y para volver a su pregunta sobre los Indignados, Occupy, etc. creo que esos movimientos son interesantes porque no dicen: más tarde. Dicen: estamos aquí, nuestra vida es ahora, queremos una vida diferente.

 Fuente: Revista Ñ (Argentina). 23 de octubre del 2013.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Libro "El oficio del hombre". Grandes figuras de la razón crítica y la moral heroica: Edmund Husserl, Marc Bloch y George Orwell.

Los refractarios

PIEDRA DE TOQUE. Jorge Semprún, un símbolo de la lucha contra el conformismo, rindió homenaje a tres grandes figuras de la razón crítica y la moral heroica: Edmund Husserl, Marc Bloch y George Orwell.


Por: Mario Vargas Llosa (Premio nobel de literatura 2010)
Vine a Normandía con la intención de releer a Flaubert y visitar su pabellón de Croisset y los lugares que describió en Madame Bovary, pero en una librería del pintoresco y abigarrado puerto de Honfleur me encontré con un pequeño libro de Jorge Semprún, recién publicado en Francia, que me ha tenido toda la semana pensando en la irrupción del nazismo en el continente europeo, en la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas, y en la conducta de ciertos intelectuales en aquellos años neurálgicos.
El libro se llama Le métier d’homme (El oficio del hombre) y contiene tres conferencias que dio Semprún en la Biblioteca Nacional de París los días 11, 13 y 15 de marzo de 2002. Probablemente las dictó sobre notas, las charlas fueron grabadas y lo que se ha publicado es una transcripción de esas grabaciones, pues el texto abunda en las repeticiones y vacilaciones típicas de una exposición dicha, no leída. Pero, aun así, estas páginas están llenas de sugestiones e ideas fascinantes que, lejos de contentarse con reminiscencias históricas o anécdotas, gravitan con fuerza sobre la crisis europea de los años cuarenta y la de nuestros días.
El libro es también un homenaje a un filósofo, Edmund Husserl, un historiador, Marc Bloch, y un escritor y periodista, George Orwell, que, en momentos de gran confusión y turbulencia ideológicas y políticas, tuvieron el coraje de adoptar tomas de posición refractarias a las de los gobiernos y la opinión pública de sus países y fueron capaces, valiéndose de una razón crítica y una moral heroica, de fijar unos objetivos cívicos y defender unos valores que a la larga terminarían por prevalecer sobre el oscurantismo, el fanatismo y el totalitarismo que desencadenaron la segunda conflagración mundial.
Edmund Husserl, padre de la fenomenología y maestro de Heidegger, a quien éste dedicaría su obra capital, Sein und Zeit (Ser y Tiempo), para retractarse luego de esta dedicatoria cuando comenzó a colaborar con el régimen nazi, pronunció una conferencia en Viena el 7 de mayo de 1935, en la que exhortaba a sus colegas intelectuales a enfrentarse “a la barbarie” y a mantener viva la gran tradición europea del espíritu crítico y la racionalidad sobre las puras pasiones y la conducta instintiva. Semprún destaca en esta conferencia, sobre todo, lo que llama “el patriotismo democrático” del filósofo, quien afirma categóricamente que el enemigo de la Europa civilizada no es el pueblo alemán sino Hitler y que, más pronto que tarde, Alemania deberá reintegrarse, una vez que gracias al federalismo opte por una resuelta vía democrática, a una Europa que habrá superado también el nacionalismo de orejeras y se habrá unificado, sin renunciar a su diversidad, en un régimen político y económico de carácter federal. Afirmaciones y predicciones de una lucidez visionaria que medio siglo más tarde confirmaría puntualmente la historia europea.
Enfrentarse a Gobiernos y opiniones públicas para defender valores cívicos exige un notable coraje
Cuando pronuncia esta conferencia Husserl tenía setenta y seis años y por ser judío, de acuerdo a las medidas antisemitas del nazismo, ya había sido despojado de todos sus derechos académicos. Pronto se vería obligado a refugiarse en el priorato benedictino de Sainte Lioba, donde moriría tres años después de aquella charla. Y de allí rescataría un sacerdote franciscano, el padre Herman Leo van Breda, las cuarenta mil páginas inéditas del filósofo que se las arreglaría para hacer llegar, sanas y salvas, a la Universidad de Lovaina.
Semprún, en páginas de gran sutileza, señala cómo en estos años hay intelectuales católicos, entre ellos Jacques Maritain, que, a diferencia de la extrema prudencia con la que el Vaticano encaraba la problemática nazi, se enfrentaron a los totalitarismos fascista y estalinista a la vez, denunciando con entereza sus semejanzas sustanciales por debajo de sus diferencias de superficie, una verdad escandalosa que se confirmaría no mucho después con el pacto Molotov-Von Ribbentrop, y el trauma que este acuerdo nazi-soviético causaría entre la intelectualidad progresista y comunista.
El segundo homenaje de este ensayo es al historiador Marc Bloch, fundador con Lucien Febvre de Annales, movimiento que renovaría y daría un impulso creativo notable a la investigación histórica en Francia. Marc Bloch, que había hecho la Primera Guerra Mundial —comenzó como soldado raso y terminó como capitán— se alistó también en la Segunda y fue un resistente activo, hasta que la Gestapo lo capturó y fusiló en 1944. Luego de la derrota del Ejército francés, Bloch escribe en apenas dos meses L’étrange défaite (Extraña derrota), de julio a septiembre de 1940, un libro impublicable entonces, que permanecería oculto hasta luego de la liberación. En él analiza, con extraordinaria serenidad y hondura, las razones por las que Francia se desmoronó tan fácilmente ante la embestida del ejército nazi. El análisis es implacable en su denuncia de la corrupción que venía socavando a la clase dirigente, a los partidos políticos, a los sindicatos, y cegando a los intelectuales. Pero, pese a la virulencia de la crítica, el ensayo no sucumbe al pesimismo. Por el contrario, destaca los sólidos recursos institucionales y culturales que sostienen a la tradición democrática francesa, exhorta a la nación a no rendirse a la barbarie totalitaria y a luchar no sólo para derrotar al nazismo sino para luego reconstruir la sociedad francesa sobre bases más decentes y más justas que las que provocaron la catástrofe. Al igual que en Husserl, Semprún subraya en la postura de Bloch su rechazo del nacionalismo, su vocación europeísta y la defensa de la racionalidad y el espíritu crítico.
La consecuencia y la limpieza moral son las claves del libro 'El oficio del hombre'
George Orwell es el tercer ejemplo de intelectual comprometido con la justicia y la verdad, que no teme enfrentarse al descrédito y a la impopularidad, al que Semprún exalta como un ejemplo. Se refiere, claro está, al periodista que se fue a pelear como voluntario en defensa de la República durante la Guerra Civil española en las filas del POUM y que en Homage to Catalonia (Homenaje a Cataluña) fue uno de los primeros en denunciar el exterminio de trotskistas y anarquistas ordenado por Stalin en el seno de las fuerzas republicanas. Pero destaca, sobre todo, su defensa del “patriotismo democrático” con que exhortó a sus compatriotas a enfrentarse a Hitler y al nazismo, a la vez que criticaba con dureza el colonialismo inglés y exigía que el gobierno de Gran Bretaña asegurara la independencia de la India y las otras colonias del imperio una vez terminada la contienda.
Semprún estudia con detalle un ensayo poco conocido de Orwell, The Lion and the Unicorn (El león y el unicornio), donde aparece su célebre frase: “Inglaterra es un país de buena gente con los tipos equivocados en el control”. Y recuerda que, pese a la utilización que hizo siempre la derecha de sus críticas a la URSS y al comunismo, sobre todo en sus parábolas novelísticas Animal Farm (Rebelión en la granja) y 1984,Orwell se consideró siempre un hombre de izquierda, un socialista convencido de que el verdadero socialismo era de irrenunciable entraña democrática, defensor del espíritu crítico y de la libertad intelectual, para él valores inseparables de la lucha por la justicia social.
Es imposible no leer este pequeño y hermoso libro sin pensar que Jorge Semprún perteneció a esta misma tradición de pensadores y escritores refractarios al conformismo y a la complacencia a los que dedicó estas tres conferencias. Él también consideró siempre que el quehacer intelectual —aquí confiesa que su verdadera vocación fue ser un “filósofo profesional” aunque la guerra y su militancia lo enrumbaran por otro camino— era inseparable de una acción cívica, y tuvo el coraje de criticar y apartarse del Partido Comunista en el que había militado toda su vida, en los puestos de mayor riesgo, cuando se convenció de que aquella militancia era incompatible con aquel espíritu crítico y el patriotismo democrático que encarnaron intelectuales como Husserl, Bloch y Orwell. Pero aquella ruptura no lo apartó de los ideales de su juventud. Por ser leal a ellos estuvo en la Resistencia, en el campo de concentración de Buchenwald, de clandestino en la España franquista, y fue luego el intelectual refractario con la misma consecuencia y limpieza moral que él celebra en los tres maestros a los que dedica este libro estimulante.
Fuente: Diario El País. 08 de septiembre el 2013.

sábado, 27 de julio de 2013

Reflexión sobre el etnocentrismo y los parámetros para juzgar a las culturas.

¿Bajo qué lente se juzga la cultura?

Desde que el pionero E.B.Tylor acuñó su definición de “cultura” en 1871, el término no ha dejado de redefinirse. Pero quizás, sostiene esta nota, resulta más crucial interrogarse por los propios puntos de vista, que establecen qué estamos dispuestos a negociar con otra cultura.

Por: Marcelo Pisarro
El niño tiene tres años y una grave afección cardíaca. Necesita una intervención quirúrgica en un centro asistencial de alta complejidad de la ciudad capital. Sin esa intervención, el chico morirá; con la operación, acaso tenga alguna chance. Este niño pertenece a una comunidad indígena de una zona fronteriza del estado-nación. Los padres –en la ciudad capital, por su edad, serían apenas unos adolescentes– consultan al cacique sobre la conveniencia de la cirugía. El cacique la desaconseja y decide que los rezadores de la comunidad se encarguen de la sanación del niño. Aunque el menor es trasladado al hospital por la fuerza pública, los padres se niegan a firmar el consentimiento para la operación. El Estado interviene. Decide priorizar el derecho que asiste a todo niño en relación al cuidado de su salud por sobre otros derechos referidos al respeto de su identidad cultural. Una ONG apela la decisión judicial y la cirugía se pospone. El chico empeora. Finalmente trabajadores sociales, sacerdotes y cuerpo médico persuaden a los padres de la urgencia de la práctica quirúrgica. La intervención se realiza, pero ya ha pasado demasiado tiempo. El niño muere días después. El cacique responsabiliza a la “medicina occidental”. La ONG habla de colonialismo e imperialismo cultural, de atropello a las costumbres nativas. La comunidad indígena lamenta que uno de los suyos falleciera lejos de casa y que no se hayan podido consumar los ritos de pasaje entre esta vida y la otra vida. Para ellos, no hay muerte, pero el niño ha quedado varado entre dos mundos.
Casos con este argumento esquematizado se han vuelto moneda corriente en las discusiones públicas del continente americano. Sus participantes son personas que efectivamente están atrapadas entre dos o más mundos, o mejor aún, que están atrapadas entre distintas culturas. Sólo que ahora casi cualquiera que haya leído las noticias del día sabe que también uno, en menor o mayor grado, es un sujeto atrapado entre culturas. Que se encontrará más implicado en unas que en otras, pero que aquellas culturas que puedan parecerle extrañas o ajenas tienen también su mérito y resultan naturalísimas para las personas que se identifican con ellas.
A esta posición se la suele llamar “relativismo cultural” y con diferentes nombres (“inclusión”, “tolerancia”, “diálogo cultural”) se la impulsa en las escuelas, en los programas televisivos de variedades, en los conciertos de rock y en las iniciativas de Estado. Su emergencia moderna suele localizarse en la antropología estadounidense de las primeras décadas del siglo XX, concretamente en los trabajos de Franz Boas y de sus discípulos. Por entonces era una respuesta ante el etnocentrismo occidental –que, cuando Boas enviaba a sus alumnos a parajes remotos, adoptaba la forma de un racismo rampante–, pero también una herramienta metodológica y heurística para la investigación etnográfica. Luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando los hornos de los campos de concentración nazis todavía estaban humeantes y se insinuaban las primeras luchas por la descolonización, el relativismo cultural dejó de ser una herramienta académica para convertirse en una doctrina filosófica, en el programa político de la Unesco: todas las culturas son iguales a pesar de sus diferencias, todos los sistemas de valores, aunque sean distintos, son igualmente legítimos. Es decir que lo que se enseña como relativismo cultural es un relativismo moral, y en última instancia, no se trata más que de acomodar etiquetas bienintencionadas que pugnan por convertirse en buenas categorías para pensar. No siempre lo logran.

¿Juzgar las culturas?

En general hay tres elementos que se prestan a confusión. El primero es la identificación de uno con su propia cultura; el segundo es la comprensión de aquél que tiene otra cultura; el tercero, los parámetros a través de los cuales juzgamos todas estas culturas. Poco importa ahora cómo se defina “cultura”. Hace cuarenta años, cuando publicó su libro La interpretación de las culturas , el antropólogo Clifford Geertz dijo que ese “todo sumamente complejo” del que se había servido el pionero E. B. Tylor en 1871 para definir “cultura” oscurecía más de lo que aclaraba. Que había tantas definiciones de la cultura como personas que se dedicaban a estudiarla; que “el eclecticismo es contraproducente no porque haya únicamente una dirección en la que resulta útil moverse, sino porque justamente hay muchas y es necesario elegir entre ellas”.
En la vida cotidiana no suele ser necesaria la elección. Todos parecemos entender qué es una cultura y la idea que nos hacemos de ella no difiere mucho del “todo sumamente complejo” del evolucionista Tylor. Esas culturas pueden ser descriptas de manera aceptablemente objetiva, por más paladas de tierra epistemológica que se hayan arrojado sobre la objetividad. Esas gentes creen en esto, comen aquello otro, bailan estos bailes, cantan estas canciones, se aparean según estas reglas, se identifican con tal derrotero histórico y se autorretratan de tal manera. Sin embargo, alertó el semiólogo Umberto Eco, una cosa es decir que algo es una cultura y otra distinta decir sobre la base de qué parámetros la juzgamos. Cuando se establecen parámetros, entonces se está en posición de afirmar que, para alguien, una cultura es superior a otra, que no todas son iguales, ni tampoco deseables; y además, también es posible sostener que algunos sistemas de valores son –para alguien– mejores o peores que otros. Si se considera que la posibilidad de curar a un niño con una afección cardíaca severa es un valor, si se toma ese parámetro, entonces una cultura de operaciones quirúrgicas es superior a una cultura de rezadores. ¿Consideramos que la vida de un niño es más importante que los usos y las creencias de su comunidad? ¿O pensamos que es más importante que la comunidad mantenga esos usos y esas creencias aunque cuesten la vida de un niño? Son preguntas que nos obligan a reflexionar no tanto sobre los parámetros de otras culturas sino sobre los propios. Todas las culturas y todos los sistemas de valor son legítimos, ahora, ¿también las culturas que ponen a las mujeres adúlteras en un pozo y las matan a piedrazos? “Reflexionar acerca de nuestros parámetros –insistía Eco– también significa decidir que estamos dispuestos a tolerar todo, pero que para nosotros algunas cosas son intolerables”.
Hay una tensión entre lo aceptado y lo inaceptable. Entre lo tolerable y lo intolerable. Por eso predominan en nuestra habla cotidiana términos como “multiculturalismo”, “interculturalidad”, “hibridación cultural”, “pluriculturalismo” o “asimilación cultural”, nociones que expresan alguna clase de negociación. Las culturas no son cosas fijas e inmutables. No se ajustan con precisión a los estados-nación, ni a las arbitrariedades geopolíticas de los mapas, ni a los condicionamientos de clase, etnia o casta. Que haya sujetos atrapados entre culturas quiere decir que hay sujetos en movimiento, en tránsito, que intercambian sus ropas y a veces sus disfraces. La migración, el turismo, los viajes forzados (por guerras, persecuciones religiosas o étnicas, por hambrunas y crisis económicas), la circulación en el espacio y el desplazamiento entre los símbolos, los lenguajes cambiantes, los devaneos entre los centros y las periferias, todo esto debe recordarnos que las culturas –cualquier cosa que sean “las culturas”– no son entes estancos, inequívocos y bien delimitados. No se adecuan con exactitud a la fórmula: un territorio (igual) un espacio social (igual) una cultura.
No obstante, todavía se mantiene una perspectiva fuertemente cartográfica de la cultura. Cada una se presenta como un ente segmentado, circunscripto y orientado hacia su propio eje, estructurado por historias nacionales, sentidos regionales y arraigos locales. Las culturas se colorean con precisión en los mapas; son bolas de billar que se chocan entre sí y generan fricción y desgaste. Pero también –al mismo tiempo, en simultáneo– son actores trágicos de un destino signado por la homogenización y la pérdida, por la desaparición, pues esas culturas ceñidas se asumen como autenticidades en peligro, siempre amenazadas, siempre imposibilitadas de inventar sus propios futuros. Hay que elegir entre totalidades, y luego, vincularlas entre sí; por fin, evitar que se licuen en un magma uniforme.
Y de nuevo la importancia de interrogarse sobre los parámetros. Juzgar una cultura como “todo sumamente complejo” a través de unos pocos parámetros es un camino directo hacia el etnocentrismo o hacia algo peor. La idea de cultura como totalidad esencial, antes que un dispositivo relacional y circunstancial, es incorrecta en el mejor de los casos y peligrosa en el peor de ellos. La comprensión de la diferencia comienza con la aceptación de que nuestros parámetros pueden estar equivocados; que, aunque sean legítimos, no alcanzan para juzgar una cultura como totalidad pues “una cultura como totalidad” es apenas una ficción metodológica. Y por último, que una intervención quirúrgica puede convivir perfectamente con los rezadores que mantienen las cuentas claras con los dioses y con la tradición. Tal como convive con sacerdotes católicos y amuletos para la buena suerte.
Fuente: Revista Ñ (Clarín). 26 de julio del 2013.

sábado, 6 de julio de 2013

Maquiavelo y la apología de la guerra como medio para lograr riqueza y grandeza.

Las manos sucias de Maquiavelo

Algunos historiadores presentan erróneamente al pensador como abanderado de la libertad y fundador del republicanismo moderno. En su obra hay una apología de la guerra como medio para lograr riqueza y grandeza.


Por: María José Villaverde. Catedrática de Ciencia Política de la UCM.
Ese personaje burlón, irreverente, bon vivant, mujeriego, que nos retrató Santi di Tito, de frente ancha, pómulos salientes y labios finos, ojos pequeños y vivaces y mirada huidiza, vestido de suntuoso ropaje negro y granate en su condición de servidor de la República de Florencia, ha encarnado durante siglos la amoralidad y ha sido catalogado como maestro de insidias y de manipulación. Para hacerle justicia, habría que recordar a quienes contribuyeron a trazar tan poco halagüeño retrato que el florentino fue solo responsable de desvelar las prácticas políticas que imperaban en la Europa de comienzos de la modernidad, eso sí, con más finura, perspicacia y clarividencia que la mayoría de sus contemporáneos. ¿O fue culpable de algo más?
Maquiavelo escribió El Príncipe hace 500 años (aunque no fue publicado hasta 1532, después de su muerte), confinado en su casa de campo a poca distancia de Florencia. A raíz de la caída de la República y de la vuelta al poder de los Médicis, en 1512, había sido destituido de su cargo de secretario de la Segunda Cancillería, un golpe del que no se recuperaría jamás. Pues si alguien aborrecía la "excelsa" vida contemplativa, tan alabada por otra parte por el Renacimiento, ése era él, un hombre abocado a la acción. Desde su casa de Sant'Andrea in Percussina, soñaba con regresar a la actividad diplomática y volver a los entresijos de la política europea y a los pasillos de las cortes de Francisco I, el emperador Maximiliano, el Papa Julio II, César Borgia o Catalina Sforza. Se resistía a aceptar un destino que le alejaba del Palazzo Vecchio y rumiaba, desde los Orti Oricellari, los jardines propiedad de Cosimo Rucellai donde conspiraban los tertulianos republicanos, su vuelta a la política activa.
Se ha otorgado injustamente a El Príncipe el título de opus magnum, olvidando que es en los Discursos sobre la primera década de Tito Liviodonde Maquiavelo pone negro sobre blanco su modelo republicano. Y, erróneamente, historiadores reconvertidos en ideólogos (Skinner, Viroli) han tratado de convertirle en abanderado de la libertad y fundador del republicanismo moderno. Aducen la vigencia de su ideal del vivere civile e libero, es decir, su apología de la participación política y del compromiso cívico, que puede servir hoy de alternativa a la apatía política y al desinterés ciudadano imperantes en nuestras democracias liberales. Pero el personaje se resiste a que le aprisionen en esa camisa de fuerza. Porque libertad (moderna) en Maquiavelo hay poca y lo que refleja su obra es una vuelta al patriotismo grecorromano. Lo que El Príncipe enseña al gobernante es cómo adaptarse a las circunstancias para conservar su poder (legítimo o ilegítimo), por medios lícitos o ilícitos. Y lo que los Discorsi alegan es que todo está permitido (incluso el crimen) por el bien de la patria. Poco que ver con nuestras concepciones democráticas.

‘El Príncipe’ enseña a adaptarse para conservar el poder, legítimo o no, por medios lícitos o ilícitos
La ética de Maquiavelo es el reverso de la ética cristiana. Y las virtudes que ensalza (ambición, crueldad, engaño y mentira), la cruz de las recomendadas en los espejos para príncipes de la época: honradez, justicia, benevolencia. Para sus seguidores personifica el realismo que se revuelve contra la ceguera de los perseguidores de sueños, de los nostálgicos de ideales imposibles, de los incapaces de comprender el dilema que atenaza al estadista y al que solo puede hacer frente aceptando la crudeza de la realidad.
Sus detractores le acusan de prescindir de cualquier tipo de sentimiento humanitario y de "encallecimiento moral". Pero, seamos justos, a pesar de su aparente falta de escrúpulos y de su laxa moral, sí hay valores en Maquiavelo, valores republicanos, es decir, valores colectivos. Porque lo que busca con ahínco el secretario florentino es la grandeza de Florencia y su transformación en una de las grandes potencias del tablero europeo. ¿Es un delito perseguir el interés general? preguntarán sus partidarios. Desde luego, si para ello se sacrifica a los ciudadanos, se exacerba el patriotismo y se glorifica la guerra. Pues Maquiavelo aconseja al gobernante mantener a los ciudadanos en la pobreza para que, no teniendo nada que perder, luchen hasta la última gota de sangre por la república. Su exaltado patriotismo recuerda al "dulce es morir por la patria" que cantara Horacio y que el poeta y militar Wilfred Owen, combatiente en la Primera Guerra mundial, denunció como la "vieja mentira". Pero también hay en las principales obras de Maquiavelo una apología de la guerra, no solo defensiva sino "expansionista", como medio de proporcionar grandeza y riqueza a la República y dotar de cohesión a la colectividad.
Y no nos confundamos cuando habla de virtú, uno de sus términos más controvertidos. Hanna Pitkin ha denunciado que la lucha de la virtúmaquiaveliana para doblegar a la fortuna, revestida de rasgos femeninos y seducida por la virilidad, la osadía y demás cualidades pretendidamente masculinas, es una intolerable muestra de machismo, excluyente y brutal. Y que su uso de la fuerza y de la violencia podría considerarse "proto-fascista". Y Mansfield asegura que el recurso a la violencia es el eje de su política.

Con todo el respeto por los republicanos actuales, no creo que Maquiavelo sea hoy el ejemplo a seguir
Pero por lo general, los historiadores se muestran más conciliadores y justifican la virtú maquiaveliana, ese deseo de controlar el mundo, de someter al enemigo, y de aplastar a los que se oponen a nuestros fines, como puro ejercicio de supervivencia. Al elevar a paradigma de conducta la fiereza del león y la astucia del zorro, Maquiavelo no haría sino describir las opciones de la resistencia y recomendar el valor, el arrojo, el aguante del fajador para encajar los golpes de la fortuna. Sería la respuesta a una época -la incipiente modernidad-, donde imperaban la ambición, el apetito de poder, el ansia de dominación y el deseo desenfrenado de riquezas, rasgos que anticipan ya la descarnada descripción hobbesiana de nuestro mundo moderno.
En cualquier caso y con todo mi respeto por los republicanos actuales, no me parece que Maquiavelo sea hoy el ejemplo a seguir. Es cierto que Sartre, ante el gran dilema que nos plantea la acción política, nos recomendaba orillar los escrúpulos morales y mancharnos las manos en la arena política. Y nuestros coetáneos republicanos insisten en que ése es el precio a pagar por vivir en comunidad, pues no es posible la vida "al margen, por encima o más allá de la ciudad" y no podemos eludir sus exigencias ni escabullirnos ante nuestras responsabilidades (Del Águila). Si queremos una vida "verdaderamente humana" (Arendt), tendremos que aceptar los costes del vivere civile e libero maquiaveliano que son el dolor, la crueldad, la violencia y la transgresión, es decir, vivir con las manos manchadas. Pero sí que hay otras alternativas. Una es dar la espalda al mundo de la política y sus ruindades, como nos aconsejaba Sócrates (y los epicúreos) si nuestro horizonte es alcanzar la perfección moral. Huir del fragor del mundo, como los ascetas o los monjes de clausura, o ir en pos del conocimiento como Spinoza, o entregarnos a lo social, al voluntariado. Todas son opciones tan respetables como la cívica. Pero también caben otras vías sin desviarnos de la vita activa. La tradición estoica encarnada por Cicerón enseña que no todo está permitido por el bien de la república y que existen barreras éticas infranqueables (los "derechos de la humanidad") en la actuación política. Hoy estas líneas rojas son los derechos individuales. Tal vez sea ésa la enseñanza en negativo más valiosa que nos puede aportar el florentino.
Fuente: Diario El País. 21 de mayo del 2013.

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