martes, 13 de septiembre de 2011

Sensibilizar a sociedades narcisistas puede lograrse, con tecnologías comunicativas y obras de la imaginación (literatura, audiovisuales, etc).

Del mito a la idea

Por: Tomás Abraham

Se ha puesto de moda sostener que la política necesita de mitos para entusiasmar al pueblo y, sobre todo, darles trabajo a los académicos. Cuando se dice "mito" se dice "entusiasmo". Kant escribía que la Revolución Francesa era una virtualidad permanente más allá de su fracaso. Pensaba que la gesta francesa quedaría en la memoria de los hombres. La emparentaba con su teoría de la estética, en la que lo que definía como "sublime" en el arte nos da la vivencia de lo imponente, infinito, apabullante. El romanticismo en sus variadas expresiones también invoca a las intensidades que superan el dominio seco de la razón. Wagner, al diagnosticar la decadencia de la cultura alemana impregnada de cristianismo episcopal e ilustración afeminada, ponía al día en sus óperas las sagas de los Nibelungos y la belleza de su Sigfrido matando al dragón. Su alumno Federico Nietzsche, en sus momentos de melancolía extrema, creaba el Zaratustra superhombre. Thomas Carlyle ungió a la figura del héroe. El dominio de los afectos tampoco es extraño a Michel Foucault, quien nos habla de la espiritualidad, la dianoia griega, una conversión que a través de la construcción de una nueva subjetividad exige una serie de trabajos que llama "tecnologías del yo". Se le ocurrió que la revolución iraní de Khomeini era un ejemplo de nueva espiritualidad política.

El filósofo Richard Rorty también desconfía de la razón como motivadora de la acción colectiva. Pero su apelación no es a los mitos con sus héroes, sino al prójimo. Considera que existen los medios de sensibilización a través de la educación sentimental. Lo que llama "solidaridad" se logra mediante la identificación con el sufrimiento de los otros, aunque pertenezcan a culturas diferentes y países lejanos. El dolor es universal; la felicidad es individual. Sensibilizar a sociedades narcisistas puede lograrse, dice, con tecnologías comunicativas y obras de la imaginación, desde la literatura hasta los documentos audiovisuales, potenciados hoy por la velocidad digital.

Para el filósofo del pragmatismo, no se trata de enarbolar dioses terrestres, sino de creer que la crueldad o el abuso del poder es el mayor mal que un hombre puede infligir a otro. Solidaridad y libertad son valores que no necesitan de intensidades estéticas fértiles para la creación artística, pero fatales para la gestión de los asuntos políticos.

No sólo la muerte les da sentido a las cosas.

Sin embargo, entre politólogos y cazadores de utopías, la fabricación de mitos se ha convertido en una inquietud intelectual en la era de la ciencia. Constituye una nueva figura de la racionalidad que se critica a sí misma. Este malestar en la cultura, la necesidad de nuevas ilusiones que alegren el porvenir -esta vez, recordando al escéptico Freud- es peculiar de la clase media. Es el estamento social en el que elucubran los eruditos preocupados por la mitología política. Los intelectuales de clase media odian a la clase media y practican el desprecio de la razón.

Entre nosotros, la idea de mito es insistente. La política se edifica a partir de las figuras sacrificiales de Evita, la "juventud maravillosa" y ahora Néstor. Los tres son símbolos del discurso político de estos años, y configuran la filigrana sobre la cual se teje el relato oficial. "El mito es inherente a la política", dicen, como si volviera Pascal para repetirnos que el corazón tiene razones que la razón no comprende.

Este sentimentalismo burgués nace por el ocaso de la idea de revolución. Ni a Lenin ni a Mao se les ocurría confesar que las masas proletarias necesitan mitos. Creían en la ciencia de la historia llamada materialismo histórico y provenían de una tradición ilustrada. Los jóvenes hegelianos, Marx a la cabeza, de acuerdo con su maestro Feuerbach, concebían la religión como un mecanismo de alienación de las conciencias, que despojaba a los hombres de su libertad a favor de la producción de fetiches.

Del tótem o del ídolo religioso, del reino de los dioses al mundo de las mercancías, el camino es considerado breve y rápido. Adorar efigies celestiales ponía en funcionamiento el mismo mecanismo que el fetichismo de la mercancía. Lo mismo pasa en la actualidad. La creación de mitos en la sociedad del espectáculo y del consumo masivo hace que la intención academicista de crear mitos para la felicidad del pueblo sea una secreción del capital y de su hermana la burocracia de Estado.

A esta necesidad romántica de mitificar y crear panteones sacrificiales se le opone una especie de utilitarismo que pregona que lo que le importa a la gente es que se le solucionen los problemas. Hacen un llamado a lo concreto y descreen de toda ideologización. Lo percibimos en el macrismo y en el sciolismo. En este último caso, ha habido un ligero cambio desde el momento en que su referente invoca a Dios y habla de su vida con un sentido religioso y agradecido.

La gratitud y la compasión son parte del discurso religiosamente correcto.

Un relato mitologizante necesita dos ingredientes: un mártir y un enemigo. Ambos protagonistas han sido la característica principal del mensaje cristiano, que comienza con la pasión de un Dios que muere por amor a los hombres, y de un enemigo que no es el diablo, sino más bien el hereje, es decir, el enemigo interno. Nuestro país, eminentemente católico, ha separado por ley la Iglesia del Estado, al tiempo que ha reintegrado el sentimiento de culpa cristiano en el corazón de los intelectuales del Modelo de Crecimiento con Inclusión, para completarlo con el de Compasión con Resentimiento.

Hace poco, un dirigente progresista me decía que necesitaba un mito. En su foja de servicios carecía de mártires, de héroes y de enemigos. Lo primero que pensé fue lo absurdo que es pretender construir un mito. Se invalida por su mismo enunciado. Nadie cree en un mito. A nadie se le ocurre creer en el mito mesopotámico. Se cree en el Dios de los judíos o no. Se cree en la Verdad, no en una narración de la que no se puede ocultar su artificio retórico. En todo caso, respondí que, desde mi punto de vista, lo que en realidad necesitaba era una Idea, así, con mayúscula, como la escribiría Herr professor Hegel, una idea fuerza que tuviera la potencia de una imagen.

La diferencia con el mito es que mientras éste remite a un origen sacrificial que les da sentido al relato y a la historia, la idea es clave de futuro, sin que por eso deba ser mesiánica. La mención de un futuro no está de más en este país de los recuerdos, en el que las sombras son cada vez más largas.

No todos los fundadores de mitos o epopeyas son mártires del amor; los hay más divertidos, como el conocido Prometeo, creador de la civilización por haber robado el fuego divino que ofrendó a los hombres para que cocieran la carne animal y el barro. Así, hizo posible la cocina y el techo, la comida y el abrigo, la cuna de la humanidad.

Al insistir el mentado dirigente en que no veía cómo las meras ideas pueden atraer a una juventud que necesita ídolos y camisetas estampadas, le dije que había que pensar en un nombre entusiasmante que compitiera con La Cámpora.

Luego de unos minutos de reflexión, se me ocurrió que frente al nombre de quien fue un simple adláter del trío Juan D. Perón-Isabel-López Rega, bien podía surgir el nombre de una verdadera mole del firmamento nacional, no la "Mole" Moli, sino el hombre más genial de la historia argentina.

De ese modo, se podía crear La Sarmiento, rama juvenil de la Argentina del futuro, aprovechando la coyuntura que favorece el intento. Después de la alocución de Hugo Biolcatti en la Sociedad Rural, en la que se sirvió del ilustre sanjuanino para criticar al Gobierno, hubo una reacción generalizada ante lo que se consideró una apropiación indebida del gran escritor presidente.

Para sorpresa de muchos, vimos cómo un contingente de revisionistas históricos multiplicó las citas de textos dispersos y nos remitió al famoso discurso de Chivilcoy y demás intervenciones para mostrar que el autor del Facundo denunciaba la codicia de la oligarquía y elogiaba los menesteres y la conducta de los gauchos.

El prócer olvidado del Bicententario resurgía así como herramienta crítica de la Mesa de Enlace, y se le hacía un lugar en el panteón oficial. Sarmiento pasaba de ser genocida a ser antioligarca.

Por eso pensé que en esta nueva muestra de neooportunismo histórico se creaba un contexto favorable para que Sarmiento adquiriera su femenino correspondiente y encolumnara a las juventudes de un proyecto progresista con miras al futuro.

El pasado mítico se origina en una muerte, mientras que la idea de futuro es una llama de vida. No está mal como consigna. Finalmente, no todo es memoria, menos cuando se la usa para manipular el presente.

Es posible, entonces, pasar de la Idea al Ideal sin pagar el peaje mítico.

Sarmiento le habla a la juventud con algo más que con el gesto del puño derecho en el corazón, mueca de funcionarios en busca de aliento. La mística sobreactuada de hoy, el lenguaje liberacionista degradado, sólo encubren el único modelo real impuesto en estos años: construir poder con el dinero del Estado. Hay otro nervio en Sarmiento, otro vigor, otro talento, otra locura. Nos toca redescubrirla y hacerla joven. © La Nacion

Fuente: Diario La Nación (Argentina). Viernes 02 de septiembre de 2011.

sábado, 14 de mayo de 2011

El Filósofo inglés Jeremy Bentham, creador del Utilitarismo y el Panopticon. "El Lutero del mundo legal".


El Gran Hermano del siglo XVIII

Por: Miguel Vendramin

En el invierno europeo de 1999, mientras caminaba por una calle de Londres, me vino a la memoria el nombre de Jeremy Bentham. Recordé un curioso artículo que hace mucho tiempo le había dedicado un gran escritor inglés, Aldous Huxley ("Variaciones sobre las cárceles", en Temas y v ariaciones, de 1962) en el que contaba su visita a la sede del University College, donde se exhibe la momia de Bentham, acompañado por una de las personalidades más admirables y menos recordadas de nuestro tiempo: el doctor Albert Schweitzer.

Bentham fue un pensador inglés del siglo XVIII, creador de un sistema filosófico cuyo nombre lo dice casi todo: el utilitarismo. En 1999, Big Brother ( Gran Hermano ), el reality show que hasta hace poco ha tenido, en nuestro país, su séptima versión, despertaba el interés unánime de los televidentes europeos. No creo que sus inventores, los productores de la empresa holandesa Endemol, hayan pensado en Jeremy Bentham. Y, sin embargo, es en él y en sus ideas, y no en 1984 , la inquietante novela de George Orwell en la que todo está controlado por la figura omnipresente del Gran Hermano, donde debería buscarse el antecedente más lejano, que recuerde, de Big Brother .

Jeremy Bentham vivió toda su larga vida en Londres. Había nacido en 1748 y murió allí en 1832. Fue un niño prodigio: a los tres años, leía en latín; a los 12, entró a Oxford, donde se graduó a los 16. Con antecedentes tan "dudosos", difícilmente se lo habría invitado hoy a un programa de televisión, ya que personas como él no aportan rating.

Un retrato pintado por H. W. Pickersgill, que se conserva en la National Portrait Gallery de Londres, lo refleja en su madurez con el pelo gris casi hasta los hombros, las manos pequeñas y cuidadas, la nariz afilada y la mirada inexpresiva, austero, con cierto aire de clérigo protestante. Por algo se lo llamó "el Lutero del mundo legal".

Charles Dickens, que tenía a menudo un humor zumbón, satirizó sutilmente a Bentham y su utilitarismo en una novela de título profético y casi siempre actualísimo: Tiempos difíciles , de 1854, en la que Thomas Grandgrind, uno de los protagonistas, reclama, igual que nuestro filósofo, hechos, realidades: Facts, facts, facts.

La vida de Bentham fue una larga aventura mental. ¿Qué otra cosa puede pensarse de alguien cuya única y gran pasión fue la crítica radical y la reconstrucción de todas las instituciones inglesas: economía, educación, religión, política, leyes?

Sin embargo, este hombre serio tenía su pizca de humor, su lado superficial, con esa amable frivolidad del siglo XVIII, que hace que lo veamos hoy de otra manera. Dispuso, por ejemplo, que su cuerpo fuera destinado a la disección y que su esqueleto se exhibiera, con un toque de macabro british humour , vestido con sus propias ropas -pantalones de algodón blanco, levita verde, sombrero de paja de ala ancha- en una suerte de garita situada en lo alto de la escalera del University College de Londres, que había ayudado a fundar.

Aldous Huxley recuerda la risueña exclamación del doctor Schweitzer cuando se enfrentó con la momia: "¡Querido Bentham! Me gusta mucho más que Hegel. Fue responsable de mucho menos daño". Por cierto, no le faltaba razón. "De las profundidades de Hegel -escribe Huxley-, surgieron la tiranía, la guerra y las persecuciones; de la superficialidad de Bentham [?], casi todo lo sensible y humano en la civilización del siglo XIX."

Durante casi veinticinco años, Jeremy Bentham se dedicó a elaborar los planos de una prisión perfectamente eficiente, un edificio circular denominado Panopticon, construido de tal manera que los presos debían pasar su vida en constante soledad y bajo la vigilancia perpetua de un guardián, colocado en el centro, que no podía ser visto.

La idea la tomó prestada de su hermano, sir Samuel Bentham, destacado arquitecto naval que durante el reinado de Catalina la Grande construyó barcos de guerra para Rusia y diseñó una fábrica de líneas panópticas (es decir, que todo puede verse desde todos lados y en todo momento) con el propósito de que los operarios trabajaran más.

La cárcel referida nunca se construyó, pese a que Jeremy Bentham firmó un contrato con el gobierno británico. Lo curioso de esta idea -que tiene mucho de inhumana- es que nació con el propósito de hacer más llevadera la vida de los prisioneros, víctimas de un tratamiento casi siempre insensible y brutal.

Dos siglos después, el francés Michel Foucault comparó la sociedad actual con la cárcel panóptica ideada por el filósofo utilitarista. Las pruebas están a la vista.

Sin embargo, la diferencia esencial entre el ciclo Gran Hermano y el Panopticon ideado por Bentham es, básicamente, ésta: en el reality show , los participantes viven prisioneros de su propio exhibicionismo; en el Panopticon, los presos son víctimas de un exhibicionismo no buscado. Otra diferencia es que allí no existe, como en el primero de los programas mencionados, el voto de la gente que les permita abandonar la cárcel: no pueden ser nominados.

Están dentro de un laberinto y, como Asterión, el Minotauro, esperan a un futuro Teseo que los redima de esa prisión permanente de ojos y miradas que se bifurcan.

Fuente: Diario La Nación (Argentina). Sábado 14 de mayo de 2011.

sábado, 16 de abril de 2011

Renacimiento o nueva Edad Oscura. Pablo de Tarso, el predicador cristiano ante los filósofos atenienses.


                                                                  Imagen: La Historia con Mapas

El altar del dios desconocido

Por: Rafael Argullol (Escritor)

En el desconcierto de nuestros días siempre resurge la misma duda: ¿estamos ante un nuevo Renacimiento o ante una nueva Edad Oscura? Los más pesimistas no tienen dudas con respecto a la inminencia de un tiempo tenebroso, y ven en signos e indicios el anuncio inminente de la catástrofe, en tanto que los más optimistas -o simplemente menos pesimistas- se tranquilizan presagiando una era dorada, gracias especialmente a la ciencia y a la técnica. Lo cierto es que hay argumentos para reivindicar ambas posiciones, y quizá esto sea lo propio de cada época y de cada presente: la ambigüedad extrema del futuro y la imposibilidad de formular profecías, a no ser que uno se ampare en doctrinas religiosas o ideológicas, que siempre tienen una perspectiva visionaria del porvenir.

Bajo la advocación de un dios -fuera este de la religión o de la ideología-, el hombre se atreve al pronóstico porque la doctrina que abraza necesariamente le reclama un futuro mejor, cuando menos a largo plazo (el cristianismo ofrecía la salvación; el comunismo dibujaba la igualdad; la Ilustración se consolaba de las penurias del presente con promesas de libertad y progreso). El problema surge cuando el dios está ausente, y el altar vacío. Cuando los templos, también laicos, están deshabitados, como sucede en nuestros días, el pronóstico se hace imposible. ¿A qué juego vamos a apostar si ni siquiera sabemos las reglas del juego? Cuando el altar está vacío podemos, como máximo, adorar a los ídolos del presente -en los estadios, por ejemplo, o en los festejos lúdicos-, pero nos representa una gran temeridad, o nos produce una insoportable pereza, ir más allá de esto. Y esta indolencia, esta apatía, para bien o para mal, nos deja indiferentes ante lo que pueda suceder en un futuro siempre demasiado lejano y con escasas ilusiones de intervención en su modelaje.

Si nos interesara el pasado -que tampoco nos interesa demasiado, en estricta simetría con nuestro desinterés por el porvenir- descubriríamos hasta qué punto es decisivo el tipo de dios que ocupará el altar vacío. Porque de lo que no hay duda es de que siempre hay un dios desconocido que acaba ocupando el trono de los viejos dioses.

Hace 2.000 años Pablo de Tarso vio esto con una claridad difícil de superar. Entre sus muchos méritos el mayor era la capacidad de observación, fruto de su extraordinaria energía nómada. San Pablo, como todo observador lúcido de un mundo en transición, sabía que las ideas y los mitos circulaban con las caravanas y se discutían en las tabernas y posadas del camino. No hubo caminante capaz de competir con Pablo de Tarso, de quien se calcula que entre la conversión al cristianismo, cuando se dirigía a Damasco, y su martirio en Roma recorrió 30.000 kilómetros. De la Arabia profunda a Macedonia, de Corintio a Roma, y según alguna leyenda también a España. Viajaba casi siempre a pie, solo o con algún discípulo, a un promedio de 30 kilómetros por día.

San Pablo, hombre de convicciones firmes, no era un gran orador, pero al parecer, con su actitud y su fe, tenía una enorme capacidad de persuasión. Se impuso en las ciudades de Oriente Medio y Asia Menor. Sin embargo, tuvo grandes dificultades en Atenas. Konstantino Kavafis, en un precioso poema, ha evocado el enfrentamiento entre el predicador cristiano y los filósofos atenienses. Aunque Atenas era ya tan solo una pequeña ciudad de provincias del Imperio Romano seguía contando con potentes escuelas estoicas, epicúreas y cínicas. Los filósofos, grandes argumentadores, desarmaban al infatigable Pablo.

Hasta que este tuvo una ocurrencia genial: recordó haber visto, a las afueras de la ciudad, el altar al dios desconocido. En realidad, en la antigua Grecia, este tipo de altares no eran insólitos y en ellos se conmemoraba a los dioses sin nombre propio, un poco como en nuestra Fiesta de Todos los Santos o en nuestra Tumba al Soldado Desconocido. Pero Pablo se agarró a lo que le pareció una oportunidad y explicó que él, precisamente, anunciaba la venida de aquel dios desconocido. La estratagema surgió, al parecer, cierto efecto entre los oyentes y, aunque san Pablo abandonó Atenas sin el predicamento obtenido en otras ciudades, había logrado colocar la piedra angular del edificio en construcción. El altar estaba vacío pero pronto se llenaría con un nuevo dios que despertaría el entusiasmo de las multitudes.

Antes que Kavafis, otro poeta, Giacomo Leopardi, se había preguntado cómo una doctrina del talante de la cristiana, mucho menos sofisticada que la clásica, había terminado por imponerse en todo el Imperio Romano, y cómo fervorosos pero poco avezados predicadores, encabezados por Pablo de Tarso, habían desplazado a maestros de la palabra y del discurso de la talla de los filósofos griegos.

La respuesta la da el propio Leopardi: este mundo -el de los filósofos griegos-, pese a su decadencia imparable, era todavía brillante pero carecía de lo que el poeta italiano califica como valores de ilusión. En otras palabras, estaba falto de fuerza en medio de su exquisitez. Era un mundo sin ilusión, sin mística, la refinada sombra de una grandeza perdida. No estaba en condiciones de hacer frente a una invasión espiritual entusiasta.

Por el contrario, al mundo predicado por san Pablo, tosco en muchos aspectos, le sobraba entusiasmo y era capaz de ofrecer a la multitud el espejismo de la salvación. Tenía valores de ilusión, tenía fuerza: podía hacerse con el altar del dios desconocido. Lo ocuparía durante los 2.000 años siguientes, si bien en una parte de este periodo tuvo que compartirlo con otras ideologías que se presentaron como nuevos dioses. Las utopías sociales o ilustradas, por ejemplo.

Hoy día da la impresión de que las cosas han vuelto al punto en que las encontró el infatigable viajero Pablo de Tarso cuando, al acercarse a Atenas, divisó el altar del dios desconocido e interpretó, con razón, que el trono estaba vacío. Ninguna fuerza crea valores de ilusión, acaso con la excepción de la codicia; pero la codicia, por sí sola, únicamente reproduce el baile alrededor del Becerro de Oro al ritmo de un frenético presente continuo.

En el horizonte, aparentemente, no hay pretendientes capaces de ocupar el altar vacío. Podría suceder que el altar ya se hubiera quedado vacío para siempre y que nos hayamos adentrado en una humanidad ajena a las ilusiones, por apatía, por escarmiento o por sano escepticismo.

Sin embargo, también es posible -y probable- que ahora mismo, a pesar de nuestra ignorancia al respecto, se esté incubando el nuevo aspirante a ocupar el altar del dios desconocido. Y que de la naturaleza de ese dios dependa que nos encaminemos a una Edad Oscura o pongamos rumbo hacia un Renacimiento.

Fuente: Diario El País (España). 16/04/2011.

martes, 12 de abril de 2011

Democracia y religión. El autoritarismo y las Iglesias. El judaísmo, cristianismo e islamismo frente a los desafíos de la libertad.

¿Puede Dios ser democrático?

Por: Juan Arias

Podría parecer una provocación, en este momento en que tantos ciudadanos están sacrificando su vida en la defensa de la democracia y de la libertad -dos vocablos sinóni-mos- en los países árabes, que nos preguntásemos si Dios puede ser democrático.

No lo es. Justamente, en este momento, en la nueva revolución que viven los pueblos de Oriente, están de alguna manera presentes las tres grandes religiones del Libro, las tres fes monoteístas de la Historia: judaísmo, cristianismo e islamismo.

Muchos de los miedos en esta hora que la humanidad vive con aprensión, perplejidad y esperanza al mismo tiempo, están impregnados de tintes religiosos. Baste recordar el miedo a que los movimientos islámicos extremistas y antidemocráticos puedan llegar al poder bajo la excusa de derrotar al tirano de turno.

Israel está perplejo. Es acusado de preferir la perpetuidad de regímenes dictatoriales, fieles a él, en detrimento de las democracias que podrían florecer en estos tiempos de la revolución de los jazmines. Israel es hija del Libro, de la Biblia, del Dios único del Sinaí, enemigo feroz de los ídolos, un dios que no fue ni podía ser democrático, pero que era también el Dios que liberaba a los esclavos de los faraones egipcios.

Los cristianos oficiales, la otra religión monoteísta, están a mi parecer, demasiado callados ante la revolución en curso en busca de la democracia árabe. No debería extrañar. No hace ni un año, el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Tarcisio Bertone, afirmó taxativamente que la Iglesia "no puede ser democrática" porque en la Iglesia el "poder es indivisible".

El Vaticano sigue siendo una monarquía absoluta, difícilmente permeable a los valores democráticos modernos. Y la Iglesia católica ya vivió regímenes teocráticos tiranos; ya usó y abusó de la Inquisición y de las guerras de religión. Una Iglesia en la que el Papa goza de la prerrogativa de la infalibilidad y del poder de excomunión, no puede ser democrática.

Y, sin embargo, hoy, quizás más que nunca en el pasado, es cuando los seguidores de las tres grandes religiones monoteístas -judíos, cristianos y musulmanes- empiezan a ser sensibles a los valores modernos de la democracia, la mejor forma hasta hoy conocida, de expresar esa verdad irrenunciable de que todos los seres humanos son iguales y de que ninguno ha sido escogido por ningún dios para gobernar sobre los demás; muchos sacrifican sus vidas en la defensa de este principio sacrosanto de que todos somos igualmente libres.

Como en la antigua Grecia democracia era sinónimo de libertad, también hoy ese binomio es indivisible. Y ese es el gran interrogante de todos los creyentes de hoy, cómo conciliar su fe, que se funda en el absolutismo religioso, en que el poder se regala pero no se participa libremente, con los principios irrenunciables de los valores democráticos en los que el poder está en el pueblo, es de todos y no de alguien que se lo apropia.

En estas horas, sería importante que los seguidores democráticos, de las tres religiones que intrínsecamente no lo son, hicieran un esfuerzo para intentar conciliar las exigencias de su fe con el rechazo a los tiranos y tiranías, admitiendo que la peor de las democracias es mejor -yo diría más divina- que la mejor dictadura castradora de libertades.

Hice, como enviado primero del desaparecido diario Pueblo y, después, de este diario, más de 100 viajes con los papas Pablo VI y Juan Pablo II. Visitamos otros tantos dirigentes mundiales, dictadores y demócratas. Con tristeza tengo que reconocer que las simpatías del Vaticano, y hasta una cierta connivencia, era más evidente con los gobernantes y monarcas absolutos, con los dictadores de turno, de derechas o de izquierdas, que con los regímenes democráticos modernos. Aún recuerdo, por ejemplo, con innegable disgusto la familiaridad y campechanía de Juan Pablo II con el dictador chileno Pinochet en su palacio, donde se asomaron juntos desde una de sus ventanas para dar la bendición a los fieles presentes.

El Vaticano siempre se ha sentido incómodo con los valores de la democracia que nunca usó ni en su pequeño Estado independiente, regalo del dictador Mussolini, ni en el gobierno de la Iglesia, donde no existen votaciones para la creación de sus jerarquías.

Y, sin embargo, sin el apoyo de judíos, cristianos y musulmanes será difícil que el deseo que empieza a sacudir positivamente a los países árabes en busca de una democracia nunca conseguida, pueda convertirse en un sueño que nadie soñaba.

No sé si el dios de las iglesias y de las religiones puede ser democrático. Sí sé que la sangre derramada en las plazas de los países árabes en busca de democracia y contra la tiranía es del mismo color y valor de la sangre derramada en el madero del Calvario, la del profeta judío sacrificado por haber afirmado que todos los seres humanos, desde los Herodes del poder a los leprosos abandonados en las cunetas de la vida, eran iguales, porque todos tenían la misma dignidad de hijos de Dios.

Fuente: Diario El País (España). 13/04/2011.

sábado, 19 de marzo de 2011

La primacía del valor moral sobre todos los demás: valores intelectuales, religiosos, estéticos, políticos, etc. Sujeto moral y repulsión moral.

La lección del 'caso Céline'

Por: Aurelio Arteta. Catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco. Es autor de Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente (Alianza).

Semanas atrás el ministro francés de Cultura rechazó, a causa de sus "inmundos escritos antisemitas", el homenaje nacional que se iba a dedicar este año al escritor Louis-Ferdinand Céline en el 50º aniversario de su muerte. Creo que esa exclusión está plenamente justificada y contiene alguna lección implícita que convendría sacar a la luz. Entre otras, nos enseña las diferencias inocultables de valor entre los diversos valores y, a fin de cuentas, la primacía del valor moral sobre todos los demás.

Enseguida se dejarán oír voces de protesta. ¿A quién se le ocurre en estos tiempos comparar valores y luego atreverse incluso a declarar a unos más valiosos que otros? Si para el relativismo ambiental establecer una jerarquía entre las culturas o sus instituciones ya suena a blasfemia y medir los méritos relativos de las personas es cuando menos una operación sospechosa, ¿cómo no va a serlo pretender que hasta los valores mismos se sitúen en una escala de mayor a menor? ¿Acaso no sería más acertado considerar a los valores -los intelectuales, los religiosos, los estéticos, los políticos, los morales, etcétera- independientes entre sí y distribuidos aleatoriamente en los individuos sin marcar diferencia alguna? Pero lo cierto es que las marcamos.

¿Y por qué no podrían los franceses mantener su admiración estética al escritor, y venerarle como merece, mientras reservan para el hombre y el ciudadano más bien su repulsión moral? Sencillamente, por ser imposible conservar intacta la primera si la acompaña la segunda. Al retirarle todo mérito a Céline como sujeto moral, su indiscutible valía literaria queda como en suspenso, e incluso un tanto disminuida.

Se replicará todavía que nadie sería entonces admirable, si para ser tenido por tal fuera preciso serlo del todo y en bloque. A lo más, alguien resultará sumamente valioso en un conjunto muy escaso de valores, al tiempo que solo estimable en muchos otros y hasta despreciable en algunos. La experiencia común nos enseña que el hombre más sabio puede ser un mediocre pintor, pues la carencia de cualidades artísticas no rebaja en nada su celebrada sabiduría. Pero esa experiencia tiene su excepción precisamente en el valor moral.

En este terreno a duras penas se logra sofocar algún escándalo a la hora de enjuiciar a una eminencia falta del suficiente respaldo moral. Ahí está para probarlo el estremecimiento que siguió a la revelación del pasado nazi de Heidegger y que otro ilustre filósofo resumió en esta fórmula que no deja de sonarnos paradójica: "Martin Heidegger fue el más grande de los pensadores y el más pequeño de los hombres". En lo que ahora nos ocupa, el alcalde de París ha sentenciado que Céline fue un "excelente escritor", pero también un "perfecto cabrón". Con el descubrimiento de su flaqueza moral la admiración por tan gran filósofo o por el eximio escritor no se extingue, cierto, pero ¿acaso no quedan ya sus figuras empalidecidas y en entredicho?

Y es que, frente a los demás valores, la peculiaridad de los morales estriba en ser universalmente exigibles. Como explicara Protágoras, el resto de cualidades y destrezas se reparte entre los hombres por naturaleza o por azar según cierta proporción, pues a la sociedad le basta eso para sobrevivir. Con que en nuestra ciudad haya unos pocos panaderos nos aseguramos el suministro diario de pan. Pero el "sentido moral" (el respeto y la justicia) debemos aprenderlo todos, porque su carencia arruina la vida civil o impide la vida humana a secas. Nadie puede pedirnos a todos desarrollar notables facultades musicales o intelectuales, pues no está en la naturaleza o en la vocación de cada uno llegar a ser, digamos, consumado pianista o investigador científico. Por el contrario, el descuido de las capacidades morales desde la familia y la escuela nos es reprochable, porque en ellas se contiene nuestra vocación de personas y de ciudadanos.

Así que, por volver a nuestro punto de partida, los franceses no estaban obligados a cultivar su escritura ni mucho menos a elevarse a la altura literaria de un Céline. Pero este, al igual que todos sus compatriotas en aquellas circunstancias, debía haber alcanzado la altura moral suficiente para ver en los judíos a seres humanos y denunciar su persecución y genocidio. Una sociedad se conforma con unos pocos escritores de indiscutible calidad para disfrutar de la belleza creada por la palabra. Pero un solo ciudadano al que falte la conciencia de la igual dignidad humana, como le faltó a Céline, puede destrozar la vida de muchos o consentir su destrucción.

Bien sabemos que un encumbrado carácter moral no pierde su crédito por notorios que sean sus defectos desde otros ángulos de la excelencia. Pero, al revés, es imposible admirar al genio o al artista con todo entusiasmo si sobre su conducta -privada o pública- se cierne una sombra considerable de sordidez o inhumanidad. Se diría que la excelencia moral es la que más vale porque, sin ella, las demás excelencias valen menos...

Fuente: Diario El País (España). 19/03/2011.

Recomendado:

"Suspender los actos del cincuentenario de Céline envía un mensaje peligrosamente equivocado". Vargas Llosa.

martes, 15 de marzo de 2011

Hildebrandt y la crítica a los populistas de la autocomplacencia, la mineralización de la gente y la longevidad de los órdenes injustos.

Nada nos asombra

Por: César Hildebrandt (Periodista)

¿Qué pensaría usted de un país que viera a sus políticos insultarse de la peor manera para ganar las elecciones mientras quien está en el poder asalta los presupuestos y, para robar mejor, exime de vigilancia a 32 proyectos vinculados a la infraestructura?

Seguramente pensaría que ese es un país desgraciado, un tanto triste, difícil de comprender, espeso como una pesadilla.

Pues eso somos.

Pero somos mucho más. Tenemos a un ciudadano estadounidense que sabe decir “mierda” en castellano pero que, a la hora de hacer negocios desde el poder, cobra en inglés. Y nadie se asombra. Y lo entrevista la señora Palacios y lo mima mientras él, con su mentón borbónico, cantaletea sus lugares comunes.

Oímos zumbar a los tránsfugas, mentir a los cochinos, adulterar la historia a los podridos y nada nos asombra.

Nada ni nadie nos asombra. Si pudiéramos abrir las cárceles y elegir entre los liberados algún outsider que nos sorprendiera, abriríamos las cárceles. El crimen y la política se han casado civilmente. El proyecto a largo plazo más serio del Perú es el del latrocinio.

Si González Prada resucitara experimentaría una suerte de luctuosa satisfacción: comprobaría que tuvo razón, que el Perú no se ha movido desde que él tuvo que irse y que el pus sigue a la espera de otro apretón demostrativo. Claro que si González Prada resucitara la gente de Alfaguara no lo editaría, la gente de Planeta le pediría menos vitriolo, la TV le cerraría las puertas, en la radio aparecería seis minutos hasta que Raúl Vargas sintiera que le están tocando el avisaje, y en Correo dirían que se trata de un viejo inservible y resentido.

Lo que asquea no es la corrupción, que existe en todos lados y que es, como venimos diciendo, una exigencia del sistema mundial de dominación. Lo que asquea es nuestra indiferencia, la puerca resignación que farfulla en los medios, pontifica en la tele y asusta en masa con el cuento mexicano de que el que se mueve no sale en la foto.

He llegado a pensar que si los peruanos tienen a ladrones gobernando es porque, en general, ellos mismos (los peruanos) robarían si gobernaran. Cuando alguien dice que robar es lo de menos es que nos está anunciando a qué fraternidad pertenece. Así de simple.

¿Me equivoco?

Ojalá me equivocara. Deseo fervientemente equivocarme otra vez.

Pero allí está, maciza, la cara de pendejo del Perú profundo. Y cuando digo Perú profundo no hablo de lo andino, por si acaso. Hay más de ese Perú profundo “valetodo” y aborregado en la CONFIEP que en Andahuaylas, en la Sociedad de Minería que en Canchis, en los medios de comunicación limeños que en La Voz de Bagua.

Eso no quiere decir que, como dicen los populistas de la autocomplacencia, el pueblo sea sabio. Basta oír un poco una radio de micrófonos abiertos para, la mayoría de las veces, desconsolarse: qué miseria de argumentos, qué minuciosa ignorancia, qué poca escuela y qué pocos maestros.

Huyendo, pues, del pasmo y el cementerio estas semanas he sido, sucesivamente, tunecino y egipcio.

No es que ame las revueltas. Es que odio la mineralización de la gente y la longevidad de los órdenes. Y la semejanza de las órdenes.

Por eso es que, modestamente, habría sido disidente preso en Cuba, muerto en la Revolución Cultural china, lanzado a una mazmorra en la Checoslovaquia donde sufrió Arthur London. Y por eso también me habría encantado ver a Pinochet muerto de un balazo, a Videla hecho un tango, a Stroessner secuestrado por un comando de bolivianos memoriosos.

Porque, en el fondo, sé que todo el infierno de este mundo vino del concepto mismo del poder. Las tierras robadas en Italia por los condottieri –rufianes mercenarios que luego se nobilizaron– no fueron sino la herencia de los robos ancestrales de la Roma imperial. Y de los robos primordiales nacieron las monarquías sanguinarias plagadas de incestos y de idiotas. Y luego las repúblicas, que imitaron a las monarquías y que terminaron tantas veces en manos de los peores y los más despiadados.

La Biblia es una crónica policial en la que un Dios perverso ordena masacres, castiga la benevolencia, incita al infanticidio y decide, con todo su poder destructor, quiénes merecen seguir viviendo como subordinados de su pueblo.

Y la farsa católica no está lejos de todo eso. Ni la musulmana.

No propongo la amargura ni el nomadismo. Lo que propongo es volver a la felicidad modesta de la razón, ese discreto entendimiento que se nos quiere quitar también.

El mundo es bello. La naturaleza –o lo que queda de ella– deberá, con nuestra lucha, seguir siéndolo. Lo que nos afea es la oscuridad que hemos convertido en virtud, la estupidez con que rechazamos nuestra salud mental.

Yo contraje un agnosticismo hasta ahora invicto viendo una cucaracha que llegué a aplastar. Ahora puedo decir que mi agnosticismo se fortalece con una variada dieta. Veo a Sarah Palin y me pregunto: ¿Este mamífero viene de Dios? ¿Milosevic también tiene un sello de “Hecho en el cielo” en el trasero? ¿Dios imaginó a Hitler? ¿Fujimori fue manufacturado a imagen y semejanza del Señor? ¿Y Sharon? Oh, es verdad: Sharon pertenece a la Casa Matriz, al Dios primero. ¿Y Bush? Bueno, Bush hijo estuvo a punto de volverme abiertamente ateo.

No es fácil vivir sin el manto protector de un prestigio divino. No es fácil, pero es más honesto. Y se puede ser más feliz en la medida en que uno, de esa manera, hace renuncia formal de la mayor de las hipocresías.

En realidad, no es fácil vivir. Pero es hermoso. Y mientras más aligerado de fastidios –la mentira es un fastidio–, mucho mejor.


Fuente: Semanario "Hildebrandt en sus trece", 4 de febrero de 2011.

domingo, 9 de enero de 2011

Turquía y su lazo con Europa. Entre el modelo occidental y la identidad oriental.

¡Ah! ¡Otra vez Europa!

El sueño de formar parte de Occidente se está desvaneciendo para Turquía. Es una nación dinámica con una sociedad civil fuerte y que observa cómo la UE está cada vez más confundida sobre sus problemas internos.

Autor: Orhan Pamuk
Escritor turco, premio Nobel de Literatura 2006, es autor, entre otros, de El libro negro, Me llamo Rojo y Estambul. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.


En los libros de texto de cuando yo era niño, en los años cincuenta y sesenta, Europa era una tierra de promesa y de leyenda. Es cierto que, al construir su nueva república sobre las ruinas del Imperio Otomano, que había quedado aplastado y fragmentado en la I Guerra Mundial, Mustafá Kemal Ataturk luchó contra el Ejército griego, pero después, con el apoyo de sus propios militares, introdujo numerosas reformas de modernización social y cultural que no eran antioccidentales sino todo lo contrario. Para dar legitimidad a dichas reformas, que contribuyeron a reforzar a las clases dirigentes del nuevo Estado turco (y fueron objeto de contención en Turquía durante los 80 años siguientes), nos pidieron que adoptáramos e incluso imitáramos un sueño europeo occidentalista y lleno de optimismo.

Los manuales escolares de mi niñez eran textos diseñados para enseñarnos por qué había que trazar una línea entre Estado y religión, por qué había sido necesario cerrar las logias de los derviches y por qué habíamos tenido que abandonar el alfabeto árabe para adoptar el latino y, al mismo tiempo, estaban llenos de preguntas que pretendían desentrañar el secreto del poder y el éxito de Europa. "Describe los fines y los resultados del Renacimiento", preguntaba el profesor en el examen. "Si en nuestro suelo hubiera tanto petróleo como en los países árabes, ¿seríamos tan ricos y modernos como los europeos?", decían los más ingenuos de mis condiscípulos.

En mi primer año de universidad, cuando surgían en clase esas preguntas, todo el mundo se preguntaba, preocupado, por qué "nunca tuvimos una Ilustración". El pensador árabe del siglo XIV Ibn Haldun decía que las civilizaciones en declive se mantenían vivas imitando a sus vencedores. Como los turcos no han sido jamás colonizados por una potencia extranjera, la tendencia a "venerar Europa" o "imitar a Occidente" nunca ha tenido los matices condenatorios y humillantes que describen Franz Fanon, V. S. Naipaul o Edward Said; mirar hacia Europa era un imperativo histórico o incluso una cuestión técnica de adaptación.

Pero ahora este sueño de una Europa maravillosa, que era tan poderosa que incluso nuestros pensadores y políticos más antioccidentales creían secretamente en ella, se ha desvanecido. Tal vez sea porque Turquía ya no es tan pobre como antes. O quizá porque ya no es una sociedad campesina gobernada por el Ejército, sino una nación dinámica con una sociedad civil fuerte... Y en los últimos años, por supuesto, ha influido el hecho de que se hayan frenado las negociaciones entre Turquía y la Unión Europea sin que haya una solución a la vista. Ni en Europa ni en Turquía existe una esperanza realista de que se produzca la incorporación a la UE en un futuro próximo. Reconocer que hemos perdido esta esperanza sería tan demoledor como ver que las relaciones con Europa se rompen por completo, por lo que nadie ha tenido valor ni para pronunciar esas palabras.

Que Turquía y otros países no occidentales están desencantados con Europa es algo que sé por experiencia propia, por mis viajes y conversaciones. Una de las principales causas de tensión entre Turquía y la UE fue sin duda la alianza establecida por un sector del Ejército turco y varios grandes grupos de comunicación con los partidos políticos nacionalistas, con el consiguiente éxito de su campaña para sabotear las negociaciones de ingreso.

Esa misma iniciativa es la que desencadenó la persecución que sufrimos muchos escritores, yo incluido, y provocó los tiroteos contra otros y el asesinato de misioneros y sacerdotes cristianos. Además están las reacciones emocionales, cuya importancia se comprende sobre todo si se piensa en el ejemplo de Francia: durante el pasado siglo, sucesivas generaciones de la élite turca han seguido el modelo francés y se han inspirado en su interpretación del laicismo y en su forma de entender la educación, la literatura y las artes... Por eso, que Francia se haya convertido, en los últimos cinco años, en el país que con más vehemencia se opone a que Turquía entre en Europa ha sido tremendamente decepcionante y desgarrador.

Sin embargo, la mayor desilusión en los países no occidentales, y en Turquía, la constituyó la participación de Europa en la guerra de Irak. El mundo vio cómo Bush engañaba a Europa para que se uniese a esa guerra cruel e ilegítima y cómo Europa se había mostrado muy dispuesta a dejarse engañar.

Al observar el panorama de Europa desde Estambul o más allá, lo primero que se ve es que Europa (como la Unión Europea) está confundida sobre sus problemas internos. Es evidente que los pueblos europeos tienen mucha menos experiencia que los americanos en vivir con personas que tienen una religión, una piel y una identidad cultural diferentes de las suyas, y que no acogen de buen grado la perspectiva; esa resistencia hace que los problemas internos de Europa sean más difíciles de resolver. Los recientes debates sobre integración y multiculturalismo en Alemania son un buen ejemplo.

A medida que se intensifique y se extienda la crisis económica, es posible que Europa se vuelva sobre sí misma y logre así posponer la lucha para proteger lo "burgués", en el sentido que da Flaubert al término, pero eso no resolverá el problema. Cuando veo Estambul, que cada año es un poco más compleja y cosmopolita, y que ya atrae a inmigrantes de todos los rincones de Asia y África, no me cuesta nada llegar a esta conclusión: no es posible mantener indefinidamente fuera de Europa a los asiáticos y africanos pobres, desempleados e indefensos que buscan nuevos lugares para vivir y trabajar. Construir muros más altos, endurecer los requisitos para los visados y aumentar el número de barcos que patrullan las fronteras son medidas que solo servirán para aplazar el momento de la verdad. Y lo peor es que la política anti-inmigración y los prejuicios están destruyendo ya los valores fundamentales que constituyen la esencia de Europa.

En los libros de texto de mi infancia turca no se hablaba de democracia ni de los derechos de las mujeres, pero en los paquetes de Gauloises que fumaban (o eso creíamos) los intelectuales y artistas franceses, estaban impresas las palabras "liberté, égalité, fraternité", y esos paquetes tenían una gran circulación. Fraternité se convirtió en el símbolo del espíritu de solidaridad y resistencia que promovían los movimientos de izquierda. Sin embargo, mostrarse hoy crueles ante los sufrimientos de los inmigrantes y las minorías y hostigar a los asiáticos, africanos y musulmanes que están viviendo con dificultad en las periferias de Europa -incluso culpándolos de todos los males- no es "fraternidad".

Es comprensible que Europa sufra ataques de ansiedad e incluso pánico en su intento de proteger sus grandes tradiciones culturales, beneficiarse de las riquezas que busca con codicia en el mundo no occidental y conservar las ventajas obtenidas a lo largo de tantos siglos de lucha de clases, colonialismo y guerras intestinas. Ahora bien, para protegerse ¿es mejor que Europa se vuelva sobre sí misma, o tal vez debería recordar sus valores esenciales que en otro tiempo la convirtieron en el centro de gravedad de todos los intelectuales del mundo?

Fuente: Diario El País (España). 09/01/2011.

miércoles, 5 de enero de 2011

Internet, la más poderosa herramienta de emancipación cultural de estos tiempos. Conciliar libertad y rentabilidad empresarial.

A favor de Internet

La más poderosa herramienta de emancipación cultural inquieta a la clase política por la transparencia y libertad que aporta. En España, el disparate jurídico del canon digital y la 'ley Sinde' son una muestra.

Por: Jesús Mosterín
Profesor de Investigación en el CSIC.


Lo más revolucionario que le ha pasado a la cultura humana en los últimos tiempos ha sido el desarrollo de Internet. Su despliegue no ha hecho más que empezar, pero ya escuchamos los primeros crujidos que anuncian el resquebrajamiento de gran parte de las superestructuras políticas y económicas tradicionales. El pánico del Gobierno chino lo lleva a dedicar miles de censores a filtrar la Red y eliminar los contenidos que disgustan a la cúpula dirigente en un fatuo intento de poner puertas al campo. Pero Internet, la más poderosa herramienta de emancipación cultural, fue diseñada desde el principio para escapar a cualquier control y no se deja domeñar fácilmente por Estados, Iglesias, corporaciones ni grupos de presión, ofreciéndose prístina, libre y completa a cualquier ciudadano en cualquier rincón del planeta con acceso a ella.

La clase política, acostumbrada desde siempre a mangonear y mantener en la penumbra sus manejos, ve con inquietud creciente la transparencia y libertad que Internet aporta. Todos los Estados han mantenido caros y secretísimos servicios de espionaje, como la CIA americana y la rusa SVR (antes, KGB). Uno de sus máximos objetivos consistía en localizar y fotografiar las instalaciones de los otros Estados. En 1983, un avión coreano que hacía la ruta de Nueva York a Seúl por Alaska y que se había desviado ligeramente y quizás había penetrado el espacio aéreo soviético fue derribado por aviones de combate ante la sospecha de los jefes militares rusos de que pudiera tratarse de un avión espía que pretendiese sacar fotos aéreas de la isla de Sajalín. Los 269 pasajeros y tripulación a bordo murieron en el incidente. Actualmente, esas fotos las puede descargar cualquiera de Google Earth, que ha hecho obsoletos gran parte de los servicios de espionaje.

Varias de las noticias más sonadas de 2010 han sido protagonizadas por Wikileaks, una ONG sin ánimo de lucro dedicada a incrementar la transparencia mediante la publicación de documentos secretos que voluntarios de todo el mundo le hacen llegar. En los últimos meses ha dado a conocer numerosos papeles sobre la actividad militar norteamericana y cables secretos enviados por diplomáticos estadounidenses al Departamento de Estado. De hecho, gran parte de la información contenida en los cables ya se conocía por otras fuentes. Además, la diplomacia americana sale relativamente bien parada de la filtración, pues los diplomáticos aparecen como generalmente bien informados, sensatos y realistas en sus apreciaciones; quedan mejor, desde luego, que en sus acartonadas declaraciones oficiales. En casos muy específicos, sobre todo relacionados con la delincuencia y el terrorismo, es necesario mantener el secreto durante la preparación de operaciones puntuales. En los cables y documentos oficiales, sin embargo, el secretismo está fuera de lugar. Las iniciativas de Wikileaks contribuyen sin duda a crear un mundo más transparente, libre y seguro para todos.

En España, dos asuntos relacionados con Internet han removido los ánimos en el año recién transcurrido: el canon digital y la llamada ley Sinde. El canon digital es un disparate jurídico: una multa que se impone a todos los compradores de un soporte con el que se podría delinquir, aunque no se delinca. La excusa de esta tasa sobre los materiales de reproducción digital es que los compradores podrían usarlos para copiar contenidos de propiedad ajena. Es como si se dijera que todo comprador de un cuchillo de cocina debe pasar una semana en la cárcel, pues algunos usan los cuchillos para acuchillar al vecino y la policía no siempre puede encontrar a los culpables. Ya en febrero, la plataforma de internautas presentó tres millones de firmas para pedir la eliminación del canon digital. En octubre, la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea dictaminó que el canon es un abuso y no cumple la directiva comunitaria y que, en cualquier caso, solo podría cobrarse a los particulares, pero no a personas jurídicas, como empresas y Administraciones, pues no emplean sus discos y aparatos para copiar. Yo tampoco empleo mis discos y aparatos para copiar y tampoco veo razón alguna para pagar el canon. Por otro lado, en 2009 se recaudaron 90 millones de euros por este concepto. En teoría, esos dineros se distribuirían entre los autores a través de intermediarios como la SGAE. Con 30 libros a cuestas, supongo que soy uno de los autores. Sin embargo, nunca he recibido un céntimo de la SGAE.

La ministra González-Sinde, no contenta con haber introducido el canon ahora tumbado, se ha pasado el año tratando de meter con calzador y sin debate previo alguno una ley contra las descargas en Internet que convertiría el cierre de un sitio web en una mera decisión administrativa. Trató de colar su propuesta de estraperlo y sin que se notase, como mera disposición adicional de la Ley de Economía Sostenible, con la que obviamente no tenía nada que ver. Al final su maniobra le ha salido mal y su proyecto de ley ha sido merecidamente derrotado en el Congreso en diciembre.

Lo que necesitamos es un debate abierto, racional, sereno y sin prejuicios. Internet está aquí para quedarse, afortunadamente, pues es la mejor esperanza que tenemos de un mundo sin censuras, controles ni fronteras, donde cada ser humano tenga acceso a toda la cultura sin límites ni restricciones y decida libremente en cada momento qué hacer y cómo hacerlo y en qué lengua hacerlo y por qué ideas interesarse y con quién hablar y comerciar y ligar.

No hay que demonizar las descargas en Internet. No es lo mismo copiar que robar. El ladrón priva al dueño de la posesión y usufructo de su propiedad, pero no así el copión, que se la deja entera. No es lo mismo robar un cuadro en un museo que reproducir su fotografía (que, hecha sin flash, no perjudica para nada al cuadro mismo). Los típicos objetos de robo son entidades compuestas de materia y forma, como los coches. Quien me roba el coche me deja sin coche. Los objetos de copia son formas puras, como la información, que no desaparecen por el hecho de ser reproducidas. Quien copia un texto mío no me priva del texto ni de las ideas que expresa, aunque a veces redunde en un lucro cesante. En realidad, aunque me irrita mucho que me roben la cartera, más bien me halaga que alguien se interese tanto por mis escritos como para fotocopiarlos o colgarlos en su blog.

Hay que proteger la propiedad intelectual, pero también hay que desempolvar las convenciones a menudo obsoletas que la regulan. Las patentes industriales son los productos sometidos a propiedad intelectual más relevantes económicamente; a pesar de ello, tienen una validez de 20 años, tras la cual pasan al dominio público y cualquiera puede usar lo patentado. En su actual regulación, la propiedad intelectual de autores y artistas no solo dura toda la vida del autor (con lo cual es fácil estar de acuerdo), sino que además, tras su muerte, todavía se extiende nada menos que 70 años a sus herederos y a los herederos de sus herederos, que nada han tenido que ver con su creación. Como ha escrito en este diario Josep Ramoneda, "habrá que encontrar fórmulas para que los herederos de un artista no vivan 70 años del cuento".

Todas estas cosas requieren una consideración pausada. Los intereses del grupo corporativo que tanto defiende la ministra (y que en parte son también los míos) son respetables, desde luego, pero no menos respetables son las ansias de libertad y autonomía de la comunidad creciente de los internautas, que incluye a la mayor y mejor parte de la juventud española (y mundial). Hay que buscar fórmulas nuevas e imaginativas de combinar rentabilidad y libertad, como hizo, por ejemplo, Google con su idea de combinar su envidiable rentabilidad empresarial con la libertad y la gratuidad de sus servicios a los consumidores, atrayendo y cobrando la publicidad.

Fuente: Diario El País (España). 05/01/2011.