sábado, 19 de marzo de 2011

La primacía del valor moral sobre todos los demás: valores intelectuales, religiosos, estéticos, políticos, etc. Sujeto moral y repulsión moral.

La lección del 'caso Céline'

Por: Aurelio Arteta. Catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco. Es autor de Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente (Alianza).

Semanas atrás el ministro francés de Cultura rechazó, a causa de sus "inmundos escritos antisemitas", el homenaje nacional que se iba a dedicar este año al escritor Louis-Ferdinand Céline en el 50º aniversario de su muerte. Creo que esa exclusión está plenamente justificada y contiene alguna lección implícita que convendría sacar a la luz. Entre otras, nos enseña las diferencias inocultables de valor entre los diversos valores y, a fin de cuentas, la primacía del valor moral sobre todos los demás.

Enseguida se dejarán oír voces de protesta. ¿A quién se le ocurre en estos tiempos comparar valores y luego atreverse incluso a declarar a unos más valiosos que otros? Si para el relativismo ambiental establecer una jerarquía entre las culturas o sus instituciones ya suena a blasfemia y medir los méritos relativos de las personas es cuando menos una operación sospechosa, ¿cómo no va a serlo pretender que hasta los valores mismos se sitúen en una escala de mayor a menor? ¿Acaso no sería más acertado considerar a los valores -los intelectuales, los religiosos, los estéticos, los políticos, los morales, etcétera- independientes entre sí y distribuidos aleatoriamente en los individuos sin marcar diferencia alguna? Pero lo cierto es que las marcamos.

¿Y por qué no podrían los franceses mantener su admiración estética al escritor, y venerarle como merece, mientras reservan para el hombre y el ciudadano más bien su repulsión moral? Sencillamente, por ser imposible conservar intacta la primera si la acompaña la segunda. Al retirarle todo mérito a Céline como sujeto moral, su indiscutible valía literaria queda como en suspenso, e incluso un tanto disminuida.

Se replicará todavía que nadie sería entonces admirable, si para ser tenido por tal fuera preciso serlo del todo y en bloque. A lo más, alguien resultará sumamente valioso en un conjunto muy escaso de valores, al tiempo que solo estimable en muchos otros y hasta despreciable en algunos. La experiencia común nos enseña que el hombre más sabio puede ser un mediocre pintor, pues la carencia de cualidades artísticas no rebaja en nada su celebrada sabiduría. Pero esa experiencia tiene su excepción precisamente en el valor moral.

En este terreno a duras penas se logra sofocar algún escándalo a la hora de enjuiciar a una eminencia falta del suficiente respaldo moral. Ahí está para probarlo el estremecimiento que siguió a la revelación del pasado nazi de Heidegger y que otro ilustre filósofo resumió en esta fórmula que no deja de sonarnos paradójica: "Martin Heidegger fue el más grande de los pensadores y el más pequeño de los hombres". En lo que ahora nos ocupa, el alcalde de París ha sentenciado que Céline fue un "excelente escritor", pero también un "perfecto cabrón". Con el descubrimiento de su flaqueza moral la admiración por tan gran filósofo o por el eximio escritor no se extingue, cierto, pero ¿acaso no quedan ya sus figuras empalidecidas y en entredicho?

Y es que, frente a los demás valores, la peculiaridad de los morales estriba en ser universalmente exigibles. Como explicara Protágoras, el resto de cualidades y destrezas se reparte entre los hombres por naturaleza o por azar según cierta proporción, pues a la sociedad le basta eso para sobrevivir. Con que en nuestra ciudad haya unos pocos panaderos nos aseguramos el suministro diario de pan. Pero el "sentido moral" (el respeto y la justicia) debemos aprenderlo todos, porque su carencia arruina la vida civil o impide la vida humana a secas. Nadie puede pedirnos a todos desarrollar notables facultades musicales o intelectuales, pues no está en la naturaleza o en la vocación de cada uno llegar a ser, digamos, consumado pianista o investigador científico. Por el contrario, el descuido de las capacidades morales desde la familia y la escuela nos es reprochable, porque en ellas se contiene nuestra vocación de personas y de ciudadanos.

Así que, por volver a nuestro punto de partida, los franceses no estaban obligados a cultivar su escritura ni mucho menos a elevarse a la altura literaria de un Céline. Pero este, al igual que todos sus compatriotas en aquellas circunstancias, debía haber alcanzado la altura moral suficiente para ver en los judíos a seres humanos y denunciar su persecución y genocidio. Una sociedad se conforma con unos pocos escritores de indiscutible calidad para disfrutar de la belleza creada por la palabra. Pero un solo ciudadano al que falte la conciencia de la igual dignidad humana, como le faltó a Céline, puede destrozar la vida de muchos o consentir su destrucción.

Bien sabemos que un encumbrado carácter moral no pierde su crédito por notorios que sean sus defectos desde otros ángulos de la excelencia. Pero, al revés, es imposible admirar al genio o al artista con todo entusiasmo si sobre su conducta -privada o pública- se cierne una sombra considerable de sordidez o inhumanidad. Se diría que la excelencia moral es la que más vale porque, sin ella, las demás excelencias valen menos...

Fuente: Diario El País (España). 19/03/2011.

Recomendado:

"Suspender los actos del cincuentenario de Céline envía un mensaje peligrosamente equivocado". Vargas Llosa.

martes, 15 de marzo de 2011

Hildebrandt y la crítica a los populistas de la autocomplacencia, la mineralización de la gente y la longevidad de los órdenes injustos.

Nada nos asombra

Por: César Hildebrandt (Periodista)

¿Qué pensaría usted de un país que viera a sus políticos insultarse de la peor manera para ganar las elecciones mientras quien está en el poder asalta los presupuestos y, para robar mejor, exime de vigilancia a 32 proyectos vinculados a la infraestructura?

Seguramente pensaría que ese es un país desgraciado, un tanto triste, difícil de comprender, espeso como una pesadilla.

Pues eso somos.

Pero somos mucho más. Tenemos a un ciudadano estadounidense que sabe decir “mierda” en castellano pero que, a la hora de hacer negocios desde el poder, cobra en inglés. Y nadie se asombra. Y lo entrevista la señora Palacios y lo mima mientras él, con su mentón borbónico, cantaletea sus lugares comunes.

Oímos zumbar a los tránsfugas, mentir a los cochinos, adulterar la historia a los podridos y nada nos asombra.

Nada ni nadie nos asombra. Si pudiéramos abrir las cárceles y elegir entre los liberados algún outsider que nos sorprendiera, abriríamos las cárceles. El crimen y la política se han casado civilmente. El proyecto a largo plazo más serio del Perú es el del latrocinio.

Si González Prada resucitara experimentaría una suerte de luctuosa satisfacción: comprobaría que tuvo razón, que el Perú no se ha movido desde que él tuvo que irse y que el pus sigue a la espera de otro apretón demostrativo. Claro que si González Prada resucitara la gente de Alfaguara no lo editaría, la gente de Planeta le pediría menos vitriolo, la TV le cerraría las puertas, en la radio aparecería seis minutos hasta que Raúl Vargas sintiera que le están tocando el avisaje, y en Correo dirían que se trata de un viejo inservible y resentido.

Lo que asquea no es la corrupción, que existe en todos lados y que es, como venimos diciendo, una exigencia del sistema mundial de dominación. Lo que asquea es nuestra indiferencia, la puerca resignación que farfulla en los medios, pontifica en la tele y asusta en masa con el cuento mexicano de que el que se mueve no sale en la foto.

He llegado a pensar que si los peruanos tienen a ladrones gobernando es porque, en general, ellos mismos (los peruanos) robarían si gobernaran. Cuando alguien dice que robar es lo de menos es que nos está anunciando a qué fraternidad pertenece. Así de simple.

¿Me equivoco?

Ojalá me equivocara. Deseo fervientemente equivocarme otra vez.

Pero allí está, maciza, la cara de pendejo del Perú profundo. Y cuando digo Perú profundo no hablo de lo andino, por si acaso. Hay más de ese Perú profundo “valetodo” y aborregado en la CONFIEP que en Andahuaylas, en la Sociedad de Minería que en Canchis, en los medios de comunicación limeños que en La Voz de Bagua.

Eso no quiere decir que, como dicen los populistas de la autocomplacencia, el pueblo sea sabio. Basta oír un poco una radio de micrófonos abiertos para, la mayoría de las veces, desconsolarse: qué miseria de argumentos, qué minuciosa ignorancia, qué poca escuela y qué pocos maestros.

Huyendo, pues, del pasmo y el cementerio estas semanas he sido, sucesivamente, tunecino y egipcio.

No es que ame las revueltas. Es que odio la mineralización de la gente y la longevidad de los órdenes. Y la semejanza de las órdenes.

Por eso es que, modestamente, habría sido disidente preso en Cuba, muerto en la Revolución Cultural china, lanzado a una mazmorra en la Checoslovaquia donde sufrió Arthur London. Y por eso también me habría encantado ver a Pinochet muerto de un balazo, a Videla hecho un tango, a Stroessner secuestrado por un comando de bolivianos memoriosos.

Porque, en el fondo, sé que todo el infierno de este mundo vino del concepto mismo del poder. Las tierras robadas en Italia por los condottieri –rufianes mercenarios que luego se nobilizaron– no fueron sino la herencia de los robos ancestrales de la Roma imperial. Y de los robos primordiales nacieron las monarquías sanguinarias plagadas de incestos y de idiotas. Y luego las repúblicas, que imitaron a las monarquías y que terminaron tantas veces en manos de los peores y los más despiadados.

La Biblia es una crónica policial en la que un Dios perverso ordena masacres, castiga la benevolencia, incita al infanticidio y decide, con todo su poder destructor, quiénes merecen seguir viviendo como subordinados de su pueblo.

Y la farsa católica no está lejos de todo eso. Ni la musulmana.

No propongo la amargura ni el nomadismo. Lo que propongo es volver a la felicidad modesta de la razón, ese discreto entendimiento que se nos quiere quitar también.

El mundo es bello. La naturaleza –o lo que queda de ella– deberá, con nuestra lucha, seguir siéndolo. Lo que nos afea es la oscuridad que hemos convertido en virtud, la estupidez con que rechazamos nuestra salud mental.

Yo contraje un agnosticismo hasta ahora invicto viendo una cucaracha que llegué a aplastar. Ahora puedo decir que mi agnosticismo se fortalece con una variada dieta. Veo a Sarah Palin y me pregunto: ¿Este mamífero viene de Dios? ¿Milosevic también tiene un sello de “Hecho en el cielo” en el trasero? ¿Dios imaginó a Hitler? ¿Fujimori fue manufacturado a imagen y semejanza del Señor? ¿Y Sharon? Oh, es verdad: Sharon pertenece a la Casa Matriz, al Dios primero. ¿Y Bush? Bueno, Bush hijo estuvo a punto de volverme abiertamente ateo.

No es fácil vivir sin el manto protector de un prestigio divino. No es fácil, pero es más honesto. Y se puede ser más feliz en la medida en que uno, de esa manera, hace renuncia formal de la mayor de las hipocresías.

En realidad, no es fácil vivir. Pero es hermoso. Y mientras más aligerado de fastidios –la mentira es un fastidio–, mucho mejor.


Fuente: Semanario "Hildebrandt en sus trece", 4 de febrero de 2011.