domingo, 4 de mayo de 2014

El pensamiento democrático en el siglo XX. La tradición pluralista: Mohandas K. Gandhi e Isaiah Berlin.

Dos concepciones del pluralismo

Gandhi y Berlin nos permiten impulsar la idea de un horizonte humano común.


Ramin Jahanbegloo (Filósofo iraní)
Cuando se escriba la historia definitiva del pensamiento democrático en el siglo XX, Mohandas K. Gandhi e Isaiah Berlin serán considerados los dos teóricos más distinguidos de la tradición pluralista. La historia dice que Gandhi y sir Isaiah no llegaron a conocerse y que el segundo nunca escribió nada sobre el primero. Sin embargo, Berlin visitó India en 1961 y se reunió con Jawaharlal Nehru, aunque nunca abordó seriamente las ideas de Gandhi en su calidad de líder anticolonialista. En una conferencia pronunciada en Nueva Delhi el 13 de noviembre de 1961 sobre Rabindranath Tagore y la conciencia nacional,Berlin se presentó como “vergonzosamente desconocedor de la civilización india, incluso de sus partes más valiosas e importantes”.
En este ensayo sobre las ideas de Tagore acerca del nacionalismo, Isaiah Berlin solo menciona a Gandhi en una ocasión, al señalar que “Hay otras vías de acceso al poder, pero Tagore las rechaza: el amoralismo nietzcheano y la violencia son contraproducentes, porque, a su vez, engendran reacciones violentas. En este sentido coincidía con Mahatma Gandhi y Tolstói, pero no aceptaba las airadas simplificaciones de este, su tendencia al aislamiento y su actitud anarquista, ni tampoco los fines esencialmente “apolíticos” (se me podrá corregir en este sentido) y “aseculares” del Mahatma. Podríamos decir que la caracterización que Berlin hace de Gandhi como figura histórica “apolítica” y “asecular” es un gran error, pero al hacerlo no incorporaríamos la “grandeza” que Berlin sí veía en Gandhi, algo que desarrolló en las largas conversaciones que con él mantuve. Gandhi y Berlin son los protagonistas más influyentes del pluralismo moderno. Aunque ambos comparten ese pluralismo como objetivo metapolítico, son distintas sus concepciones sobre la función política del mismo.
En tanto que Berlin se consideraba principalmente un pluralista de los valores, algunos calificaron a Mahatma Gandhi de “pluralista integral”. Berlin se debatió entre el pluralismo y el monismo, y también entre el universalismo y el particularismo. Rechazó todas las formas de abordar la verdad desde el monismo, pero criticó el relativismo moral que conlleva la tradición intelectual moderna. En cuanto a Gandhi, su perspicaz forma de ver la religión, la cultura y la política se concebía, en cada uno de esos niveles, con una argumentación contraria a las ideas monistas y partidaria del pluralismo de los valores.
La doctrina pluralista de Gandhi, según la cual la verdad y la realidad presentan múltiples aspectos, se suele analizar en tanto que complemento de su filosofía de la no violencia. Pero también podríamos interpretar su pluralismo moral como una alternativa al relativismo moral que insiste en el valor relativo de cualquier creencia, o como una forma de dar cabida a valores irreconciliables en un entorno político que requeriría un mínimo nivel de margen de elección. Tanto Berlin como Gandhi desconfiaban, stricto sensu, de los absolutos.
Ambos rechazan que sus pluralismos estén teñidos de relativismo
La reinterpretación que hizo Gandhi de los valores hindúes se basaba principalmente en la construcción de un puente entre la idea del bien común y el desarrollo espiritual individual. Esta es la razón de que transformara lo que de negación del mundo tenía la no violencia en una expresión política que ve ese mundo desde la afirmación y el amor. Sin embargo, para Gandhi, el hecho de ser un sujeto que ama el mundo tenía mucho que ver con su propio y sólido compromiso con la verdad en tanto que praxis moral.
Gandhi basaba su teoría del pluralismo en la idea de que igual consideración merecen todas las conciencias individuales y en la ausencia de certeza absoluta sobre la verdad. Dicho de otro modo, el pluralismo es necesario para otorgar el adecuado respeto a la inviolabilidad de la conciencia ajena. En materia de conciencia, Gandhi era un pluralista, aunque no un relativista. El hecho de que mostrara un mismo respeto a todas las culturas y religiones conllevaba la idea de que son necesarios el aprendizaje mutuo y el diálogo interconfesional. Cuando Gandhi proclamó que “No quiero que mi casa esté tapiada por todas partes y que mis ventanas estén cubiertas. Quiero que las culturas de todas las tierras recorran mi casa con la mayor libertad posible”, invocaba un espíritu de apertura que busca una sacralidad que va más allá de la religiosidad y los credos organizados. Esencialmente, esta es la concepción del pluralismo de Berlin.
Según Isaiah Berlin, en la vida nos enfrentamos a constelaciones de valores contrapuestos. Ante esa situación, lo que nos queda es elegir. Así describe su posición: “Si, tal como yo creo, muchos son los objetivos de los hombres, y no todos ellos son en principio compatibles entre sí, entonces la posibilidad del conflicto, y de la tragedia, nunca podrá eliminarse del todo de la vida humana, ya sea la del individuo o la social”. Esta es la síntesis de su concepción del pluralismo de los valores. Dos son las inevitables consecuencias de esa incompatibilidad de los valores: una trágica elección que siempre conlleva un sacrificio y la ausencia de una vida perfecta, en el sentido de una autorrealización total del ser humano.
Aceptan la existencia de valores compartidos o universales que hacen posible llegar a un acuerdo sobre algunas cuestiones morales
En consecuencia, no solo la idea de una comunidad de ideas es incoherente y utópica, sino que ningún compromiso entre valores puede acercarnos a una resolución de los conflictos históricos. En ese sentido, su pluralismo de los valores penetra en todas nuestras culturas y subculturas, pero aunque “podemos debatir los puntos de vista ajenos e intentar buscar puntos de coincidencia, puede que al final lo que tú busques no sea conciliable con los fines a los que yo creo que he dedicado mi vida”. Para Berlin, al contrario que para Gandhi, no hay una visión común de lo que es una buena vida. “La solución debe radicar en algún compromiso lógicamente desordenado, flexible e incluso ambiguo. Toda situación exige una política propia y específica, ya que ‘del fuste torcido de la humanidad’, como dijo Kant, ‘nada recto ha podido extraerse”.
Al contrario que Gandhi, que veía en la no violencia la mejor solución para las tensiones y los conflictos entre individuos y tradiciones, Berlin utiliza la metáfora luterana del “fuste torcido” para expresar su idea de la no reconciliación de las contradicciones en la historia humana. Pero aunque Berlin veía con gran pesimismo la posibilidad de erradicar los conflictos que suscitan los valores en las sociedades humanas, no dejaba por ello de esperar con optimismo la posible materialización de lo que denominaba una “sociedad decente”. Así, su pluralismo iba unido a la idea de que existe un umbral de decencia humana, no inmutable a lo largo del tiempo.
Para Berlin, la historia humana está libre de cualquier teleología que busque significados y, la acción humana, carente de objetivos previos a los que dirigirse. La ausencia de leyes y valores superiores que podamos invocar para justificar nuestras opciones políticas e históricas da lugar a una perspectiva mucho más fragmentada del pluralismo, que se conjuga con una permanente sospecha de la tendencia humana a la violencia. A pesar de las diferencias que se pueden encontrar entre los fundamentos espirituales del pluralismo de Gandhi y las sospechas que en la visión del pluralismo de los valores de Berlin suscitan los principios metafísicos y teleológicos, uno y otro reivindican la posibilidad y la aceptación de la comunicación moral, rechazando la acusación de que sus pluralismos estén teñidos de relativismo. Para Gandhi y para Berlin, una de las formas de distinguir entre pluralismo y relativismo radica en admitir la existencia de un núcleo de valores compartidos o universales que nos permita llegar a un acuerdo sobre, por lo menos, algunas cuestiones morales. A pesar de sus diferencias, ambas concepciones pueden considerarse complementarias para poder aferrarnos a la idea de que existe un horizonte humano común.
Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
Fuente: Diario El País. 02 de mayo del 2014.

domingo, 16 de marzo de 2014

Reseña del libro "Modernidad y Holocausto" de Zygmunt Bauman.

Modernidad y holocausto

Zygmunt Bauman

Por María Castro
 
El Holocausto se ha convertido para los occidentales en un símbolo del mal, en un icono cultural que representa la barbarie incomprensible, la cara negra del siglo XX. Se ha convertido también en un símbolo sagrado para los judíos que, en cierta forma, lo han monopolizado, convirtiéndolo en el desenlace inevitable de un antisemitismo ancestral. El Holocausto es todavía una referencia contínua y objeto de múltiples estudios e investigaciones históricas. ¿Por qué entonces ha tenido tan poca repercusión en la organización de nuestra sociedad? ¿Por qué no se han derivado conclusiones generales que pudieran haber influido en el curso de la historia?
 
A estas preguntas trata de dar respuesta Zygmunt Bauman es este magnífico libro, que obtuvo el premio Europeo Amalfi de Sociología y Teoría Social del año 1989. La tesis que defiende Bauman es que las conclusiones que se derivan de las respuestas a esas preguntas ponen en entredicho los fundamentos mismos de la sociedad en la que vivimos. El hombre occidental gusta de interpretar su historia como un camino ascendente desde la barbarie primitiva hacia el progreso tecnólogico y social, como una lucha del hombre por superar sus propios instintos individuales y crear una sociedad más justa en la que esos instintos queden anulados por el efecto de la educación, la cultura y la extensión del bienestar social. En ese sentido el Holocausto se interpretaría como una reminiscencia de esa antigua barbarie en un mundo convulso que no había conseguido todavía asentar un nuevo orden social, como el último de los episodios de violencia y genocidio que han acompañado al hombre en su historia.
 
Sin embargo el Holocausto judío, como las purgas soviéticas, fueron diferentes; fueron cuidadosamente planificados y organizados en todos sus detalles, llevados a cabo friamente y con absoluta contundencia técnica, con escasa participación de los sentimientos o emociones personales, implicaron a toda una sociedad y a todas sus instituciones, crearon toda una tecnología y un aparato burocrático a su servicio y no sólo eliminaron el sentimiento de culpa individual, sino que lograron imprimir en la conciencia colectiva, bien la indiferencia hacia las víctimas, bien la satisfacción del deber cumplido. En definitiva, fueron el producto de la sociedad moderna y utilizaron las enormes posibilidades que esta sociedad moderna ponía a su disposición, logrando con ello una eficiencia en la consecución de sus fines inédita en cualquier otro episodio de genocidio anterior.
 
A pesar de los millones de personas asesinadas, a pesar de la inmensa crueldad de las acciones que se llevaron a cabo, no fueron el resultado de la acción de sádicos degenerados, ni de enfermos mentales, como resultaría tranquilizador creer. Exigió la colaboración de honrados ciudadanos, de intelectuales, de científicos, de personas que, en la mayor parte de los casos serían incapaces de crueldad directa contra sus semejantes que, probablemente, reprobarían el uso de la violencia física y que jamás la habían utilizado y, pese a todo, consiguió dicha colaboración.
 
¿Cómo fue posible?: se había logrado la invisibilidad de las víctimas, deshumanizándolas, aislándolas, sacándolas de la vista de la mayoría, convirtiéndolas en entes categorizables, intercambiables y, lo más importante, totalmente diferentes del resto de ciudadanos. Se había logrado una perfecta división del trabajo, totalmente jerarquizada que permitía a cada uno de los funcionarios implicados obtener la satisfacción del trabajo bien hecho, traspasando la responsabilidad moral al funcionario inmediatamente superior. Se utilizaba un lenguaje neutro, aséptico, que permitía entre otras cosas dormir las conciencias y otorgar una sensación de rutina, de normalidad. No existía una relación directa entre la nimiedad del gesto individual y la inmensidad del resultado. Ni se veía a las víctimas, ni existía una relación directa entre el trabajo de cada uno y el resultado de dicho trabajo, siempre existía un intermediario que garantizaba que la responsabilidad se diluyera. Se había utilizado, en fin, la burocracia y como en toda burocracia, lo importante eran los medios, los procedimientos, los reglamentos y no el fin que se perseguía.
 
De la misma forma se hizo posible la mayor crueldad de todas, se logró la colaboración de las propias víctimas, a las que siempre se concedió el engaño de la lógica: sin poder imaginar la inmensidad del horror que se gestaba, acostumbradas a pensar en un mundo ordenado racionalmente, se les ofreció siempre, hasta el último momento, la apariencia de una organización racional, en la que existían leyes, procedimientos, categorías con las que podían, actuando siempre según los medios de los que anteriormente se habían valido, minimizar el sufrimiento y salvar la vida.
 
Es decir, fueron los propios mecanismos en los que solemos confiar para garantizar el bien general los que lograron que el éxito fuese completo. Los mismos mecanismos que siguieron funcionando, como si nada hubiera pasado, que, de hecho, siguen funcionando. Bauman no quiere decir con esto que ni la burocracia, ni la moderna organización social den cómo resultado necesariamente un fenómeno como el Holocausto, pero sí que contienen los elementos que lo hicieron posible y que dichos elementos no han sido puestos en duda como debieran. A este respecto reflexiona acerca de los controvertidos experimentos de Milgram y Zimbardo que ponen de relieve la relación existente entre la crueldad humana y las relaciones sociales de dependencia y subordinación. La conclusión más desasosegante de dichos experimentos es que la mayor parte de las personas somos capaces de causar un daño importante a otras si ocupamos una posición de poder o si existe una autoridad firme y unívoca que nos lo ordene. La más esperanzadora es que la diversidad de opiniones, la divergencia entre los que mandan permite que salga a la luz la conciencia individual.
 
Como decía el Doctor Servatius, defensor de Eichman en el juicio al que éste se enfrentó en Jerusalén, se va a juzgar a un hombre por los mismos actos que, de haber sido otros los vencedores, le hubieran otorgado honores y distinciones. Si delegamos en las instituciones sociales la capacidad para ordenar y juzgar, para decidir lo que es o no es moralmente reprobable y para premiar o castigar nuestros actos individuales, si confiamos en que esas mismas instituciones deben ser las que regulen nuestro presente y nuestro futuro deberíamos tener una mayor capacidad crítica, deberíamos tener siempre los ojos y los oídos abiertos, escuchar a los que se cuestionan el orden establecido y atrevernos siempre a pensar por nosotros mismos. Ésta no es más que una de las muchas conclusiones personales tras la lectura de un libro al que, por su interés, por su profundidad, por la trascendencia de las cuestiones que plantea, ninguna reseña puede hacer justicia. Es, desde mi punto de vista, un libro imprescindible.

Fuente: www.archivodenessus.com