sábado, 10 de noviembre de 2012

Entrevista a Steven Pinker, especialista en ciencias de la cognición. "La época actual es la menos violenta de la historia de la humanidad".

Hacia el fin de la crueldad
Steven Pinker es considerado la estrella del pop de la psicología evolutiva y especialista en el campo del poder cognitivo. Sostiene que la época actual es la menos violenta de la historia de la humanidad.
Steven Pinker (Montreal, 1954) es catedrático de psicología experimental en la Universidad de Harvard. Su especialidad es la psicolingüística, en particular el estudio del proceso de adquisición del lenguaje en los niños. Autor de numerosos trabajos y publicaciones académicas, debe su exorbitante fama a libros de divulgación científica, como El instinto del lenguaje (1994), Cómo funciona la mente (1997), La tabla rasa (2002) o El mundo de las palabras (2007), de los que vende millones de ejemplares en numerosos idiomas. Uno de los representantes más conocidos a escala mundial en el campo de la psicología evolutiva, Pinker explica las claves del comportamiento desde una perspectiva innatista que muchos consideran excesivamente reduccionista. Steven Pinker es una figura pública de gran relieve que aparece asiduamente en programas de televisión y es constante objeto de atención por parte de los medios, como lo fueron antes que él el astrónomo Carl Sagan y el biólogo e historiador de la ciencia Stephen Jay Gould (con quien sostuvo violentas diatribas). Las opiniones de Pinker son tan sugerentes como controvertidas. Sus tesis tienden a ser altamente “contraintuitivas”, lo cual le obliga a defenderlas con un riguroso aparato estadístico y argumentaciones sólidamente ancladas en los últimos hallazgos de las disciplinas objeto de su estudio. La revista Time lo caracterizó como la “estrella pop de la psicología evolutiva”. En sus libros, Pinker defiende la idea de que la evolución es responsable del diseño del cerebro, así como de los mecanismos que rigen el comportamiento de nuestras facultades cognitivas y emocionales. La tesis central de su último libro, Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones, es que la época en que vivimos es la menos violenta y cruel de cuantas ha conocido la humanidad a lo largo de la historia en todos los ámbitos imaginables: la familia, la ciudad, las naciones, la esfera de las relaciones internacionales. Según Pinker nunca ha habido menos guerras ni genocidios, nunca menos represión o terrorismo que en nuestra época, de la misma manera que jamás han sido tan bajas como lo son hoy las posibilidades de que los seres humanos sucumbamos a una muerte violenta. La entrevista tiene lugar en el elegante comedor del hotel Savoy, uno de los más exclusivos de Londres.
PREGUNTA. Su tesis de que la violencia ha disminuido radicalmente en todas sus manifestaciones hasta conocer los niveles más bajos de la historia choca frontalmente con la percepción que tenemos de la realidad circundante. ¿De qué le serviría decirle algo así a un niño sirio?
RESPUESTA. No es esa la pregunta que hay que hacer y en todo caso no habría que hacérsela a un niño sirio, sino a un niño de Angola, Vietnam, Nicaragua o cualquier otro de los innumerables lugares del mundo que antes fueron escenarios de conflictos bélicos y hoy viven en paz. Lo único que demuestra el hecho de que haya guerra en Siria es que el descenso de la violencia en el mundo no ha alcanzado el nivel cero.
P. ¿Cuál es la historia de la gestación de Los ángeles que llevamos dentro?
La violencia no ha sido un elemento constante a lo largo de la historia

R. En libros como La tabla rasa yCómo funciona la mente, me he ocupado a fondo del concepto de “naturaleza humana”, cuestión que se relaciona de manera muy directa con la de la violencia. ¿Tendemos o no los seres humanos de manera innata a la violencia? La cuestión se remonta a Hobbes y Rousseau, cuyas ideas antitéticas discuto a fondo. En los libros que he citado antes, lo primero que he tenido que hacer es adelantarme a quienes niegan la existencia misma de la naturaleza humana. Progresistas y pacifistas rechazan frontalmente la idea, porque según ellos aceptar una cosa así equivale a decir que la violencia es algo inherente a la condición humana, y por tanto algo de lo que jamás nos podríamos librar. Los instintos violentos serían algo que llevamos impreso en los genes, en la sangre, en el cerebro. Según los partidarios de esta idea, aceptar la existencia de la naturaleza humana equivale a negar toda posibilidad de cambio, pero el argumento es erróneo. La existencia de una naturaleza humana en toda su complejidad supone que junto a los instintos que nos impulsan a ser violentos, hay instintos de signo contrario (los ángeles que llevamos dentro). Todo depende de qué lado de nuestra naturaleza acabe siendo más influyente. La violencia no ha sido un elemento constante a lo largo de la historia. Ha habido periodos históricos más violentos que otros. Con anterioridad a la aparición del Estado, nuestros antepasados se veían involucrados en toda suerte de conflictos armados, y el número de muertes violentas era muchísimo más elevado que hoy. Las estadísticas nos permiten documentar un descenso vertiginoso en el número de homicidios cometidos desde la Edad Media hasta nuestros días. Se ha abolido una enorme cantidad de prácticas bárbaras, como las torturas y ejecuciones públicas. En resumen, que el hecho de que los niveles de violencia no sean constantes es perfectamente compatible con la teoría que sostiene la existencia de la naturaleza humana. Cuando publiqué mis conclusiones en un blog, empecé a recibir cartas de numerosos especialistas e investigadores procedentes de diversas disciplinas que se apresuraron a decirme que los datos que manejaban corroboraban mi sospecha de que la violencia había ido declinando a lo largo de la historia. Empecé a atar cabos. Yo no era consciente de que los niveles de muerte en guerra habían declinado tanto desde el final de la guerra fría. No era consciente del descenso de los niveles de abusos infantiles y violencia doméstica. No me había dado cuenta de que desde 1945 no ha vuelto a haber una sola guerra entre las grandes potencias, algo insólito en la historia. Todo eso planteaba un enigma que me parecía importante investigar.
P. En el libro vuelve sobre la idea, ya examinada en La tabla rasa, de que hay dos visiones extremas y antitéticas de la naturaleza humana. La visión trágica acepta la existencia de la naturaleza humana, con todas sus lacras y defectos. La visión utópica la niega. La visión trágica correspondería a la visión ideológica de la izquierda y la visión utópica a la de la derecha.
R. Fue Edmund Burke, un político conservador británico, quien primero articuló la idea con claridad, y más recientemente ha vuelto sobre ello el economista e historiador de las ideas norteamericano Thomas Sowell…, también conservador. Las cosas son más complicadas. El hecho de que yo crea en la existencia de una naturaleza humana no me convierte en conservador. Creo que estamos dotados de un aparato cognitivo de signo abierto capaz de concebir ideas nuevas acerca de cómo organizar nuestras vidas. Hemos creado instituciones como los Gobiernos, todo cuanto guarda relación con la literatura, numerosas formas de conocimiento, instrumentos como la prensa, las bibliotecas, las universidades y otras muchas manifestaciones del temperamento humano. Creo que la idea de progreso es compatible con la creencia en la existencia de la naturaleza humana.
P. Su libro impresiona por lo exhaustivo de la investigación y lo ingente del aparato de notas, a veces más de doscientas por capítulo. No parece haber dejado ninguna disciplina sin tocar. ¿Cómo definiría su perfil profesional?
Cuando digo que soy psicólogo el 99% de la gente cree que soy psicoterapeuta

R. Soy psicólogo experimental, aunque prefiero presentarme como especialista en ciencias de la cognición porque cuando digo que soy psicólogo el 99% de la gente cree que soy psicoterapeuta. Las ciencias de la cognición se ocupan de estudiar el funcionamiento de la mente, combinando la psicología experimental con la lingüística, la inteligencia artificial, la filosofía de la mente y la neurociencia. Mi propia especialización académica es la psicología del lenguaje. También he llevado a cabo estudios en el campo de la cognición visual, cómo tiene lugar la formación de imágenes en el ojo de la mente.
P. ¿Quién garantiza que el proceso de disminución de los niveles de violencia no experimentará un cambio, volviéndose a producir una escalada?
R. No se puede garantizar una cosa así, aunque depende de la clase de violencia de que hablemos. Hay toda una serie de prácticas que han sido abolidas con carácter irreversible. Dudo mucho que vuelvan los sacrificios humanos. Tampoco creo en una vuelta a la costumbre de torturar sádicamente a los condenados a muerte antes de ejecutarlos. No creo que se restauren la crucifixión ni la práctica de arrancar las entrañas a los reos cuando aún estaban vivos. No creo que se vuelva a legalizar la esclavitud, aunque Napoleón la restauró, de modo que en Francia hubo que abolirla dos veces. Creo que no es ridículo ni romántico pensar que la guerra entre naciones puede llegar a desaparecer completamente. El cese de hostilidades bélicas entre las naciones más desarrolladas es un hecho desde hace 67 años, y no veo por qué el fenómeno no se pueda extender al resto de las naciones. Por otra parte, no creo que las guerras civiles desaparezcan por completo jamás, así como tampoco el terrorismo. Tampoco creo que los homicidios vayan a desaparecer del todo. Creo que se seguirán haciendo avances en asuntos como la violencia de género y la persecución de los homosexuales.
P. En su libro habla del poder del arte, la música o la literatura para atenuar las tendencias violentas del ser humano.
R. Por lo que respecta al poder de la música o el arte para expandir la empatía de la gente, es una cuestión abierta, pero en el caso de la ficción creo que sí se da. En mi opinión eso se debe a que cuando se lee una obra de ficción tiene lugar una proyección del yo en la mente de otro individuo. En esto estoy cerca de los planteamientos de Martha Nussbaum y Lynn Hunt, aunque no hay consenso entre los expertos en literatura.
P. ¿Podría hablar del poder cognitivo de la ficción?
¿Por qué perdemos el tiempo en cosas que sabemos que son mentira, cosas que nunca han sucedido?

R. Un rasgo muy destacado del homo sapiens es que nos encantan las historias. No hablo sólo de la ficción literaria en sentido estricto, sino que en el concepto de ficción englobo formas narrativas tan dispares como los chistes, las leyendas urbanas, los programas de televisión o las películas. Empleamos una enorme cantidad de tiempo y dinero en explorar mundos imaginarios. Para un biólogo del homo sapiens como yo, esto plantea una cuestión muy profunda. ¿Por qué perdemos el tiempo en cosas que sabemos que son mentira, cosas que nunca han sucedido? No puedo dejar de pensar que la ficción, la narrativa y el arte de contar historias e idear mundos imaginarios son actividades que tienen una función, y se trata de una función cognitiva, destinada fundamentalmente a representar distintas situaciones en el ojo de la mente, explorando lo que puede suceder en mundos posibles, y creo que no es implausible que cualquier agente dotado de inteligencia tenga que manipular, navegar un mundo social muy complejo en lugar de pensarlo todo en tiempo real. Cuando estás en una situación que o bien la has imaginado tú o alguien la ha imaginado para ti, son muchas las maneras posibles de reaccionar. Todos los conflictos de intereses que se dan en el trato humano producen placer al verlos representados en clave de ficción. La narrativa es una manera de explorar el vasto espacio de las relaciones humanas en el recinto seguro de la mente.
P. ¿Esa es la razón por la que la sed de historias que tenemos cuando somos niños nunca muere en nosotros?
R. Las palabras nos permiten explorar los límites más alejados de la experiencia humana. Esa es la razón por la que una proporción importante de la narrativa, especialmente en el caso de los niños, tiene un componente mágico. ¿Hasta dónde es posible extender la comprensión del mundo yendo más allá de lo que experimentamos en el curso de nuestra vida diaria? Nuestras experiencias son limitadas y repetitivas. La inmersión en mundos imaginarios nos permite acariciar la posibilidad del milagro, la magia, la posibilidad de ampliar los límites del mundo violentando las leyes de la física, de la lógica y la psicología. Eso es una conjetura, una hipótesis acerca de por qué los humanos amamos de tal manera la ficción.
Para mi generación capitalismo y guerra eran nociones intercambiables

P. Además de a Hobbes y Rousseau, en su libro presta mucha atención a la figura de Immanuel Kant. El análisis que hace de La paz perpetua sugiere que para usted Kant es quien mejor ha sabido defender la idea de la paz en términos estrictamente racionales.
R. Así es. Hay que tener en cuenta, además, que Kant sí creía en la existencia de la naturaleza humana, con todos sus defectos. Sus argumentos a favor de la paz resultan valiosos precisamente porque no son románticos ni éticos. No decía: “La paz es buena, por tanto, seamos pacifistas”. Era perfectamente consciente de que para alcanzar la paz es necesario implementar un sistema que reduzca los incentivos que arrastran a las naciones a la guerra. No sirve de nada transformar mi espada en un arado si mi vecino no hace lo mismo, porque en ese caso estoy abocado a convertirme en su víctima. Kant era lo suficientemente cínico como para comprender que el pacifismo unilateral no lleva a la paz. A esta percepción clarividente se suman varias sugerencias sumamente prácticas, como su defensa de la democracia, aunque él no empleaba ese término, sino republicanismo. Kant defendía la idea del comercio como vehículo de paz. Si tus intereses están entremezclados con los de tu vecino el riesgo de enfrentamiento disminuye. Otras ideas sumamente avanzadas que preconizó fueron la formación de una comunidad internacional de naciones y el cultivo de la hospitalidad universal. También defendió la idea de que no hubiera ejércitos permanentes, aunque no prevaleció. Lo esencial es que comprendió que la solución para acabar con las guerras era estructural, no ética.
P. En su libro discute la idea de una Paz Capitalista, ¿cree en la existencia de algo así?
R. Es una idea herética, que me ha causado regocijo comprobar que procede de Noruega y Suecia, lo cual le otorga una cierta legitimidad. En mi opinión se trata de una constatación empírica, que no guarda ninguna relación con cuestiones ideológicas. Los datos empíricos dan a entender que los países capitalistas son menos proclives a embarcarse en guerras. Que alguien de mi generación, forjado en los ideales de la década de los sesenta, con su fuerte sentimiento antibelicista, diga algo así, puede resultar chocante. Para mi generación capitalismo y guerra eran nociones intercambiables, pero las estadísticas dan a entender que la idea no es ningún despropósito. Desde que China, que no es un país democrático, se hizo capitalista a finales de los ochenta, no se ha vuelto a ver involucrada en ninguna guerra. Si el objetivo es ganar dinero, no reparar injusticias ancestrales, no la gloria nacional ni la venganza en nombre del honor patrio, la guerra pasa a un segundo plano. No digo que los datos que avalan esa hipótesis sean incontestables, pero creo que es una hipótesis digna de tenerse en cuenta. En ese sentido, me parece altamente significativo que la Unión Europea haya sido recientemente galardonada con el Premio Nobel de la Paz.
P. En la gradación de movimientos favorables a un proceso de humanización de las tendencias que disminuyen la violencia, como los derechos de toda clase de minorías, le presta un papel importante a la defensa de los derechos de los animales.
R. El movimiento a favor de los derechos de los animales es el mejor indicador de lo mucho que se ha avanzado en el camino que lleva hacia una disminución gradual de la violencia en el mundo. Se trata de un indicador importante porque en este caso las víctimas no están en condiciones de defenderse. Velar por los derechos de los animales es cuestión de razón pura, de pura empatía. Es el mejor ejemplo posible de cómo los ángeles que llevamos dentro pueden influir de manera beneficiosa en nuestro comportamiento.

Fuente: Diario El País (España). 09 de noviembre del 2012.

martes, 7 de agosto de 2012

Crítica al ensayo "La civilización del espectáculo" de Mario Vargas Llosa. Nelson Manrique: " No existen culturas superiores e inferiores sino culturas de sociedades ricas y culturas de sociedades pobres".


El espectáculo de la civilización (I)

Por: Nelson Manrique (Historiador y sociólogo)

El reciente libro de Mario Vargas Llosa La civilización del espectáculo (Alfaguara 2012) viene provocando, como era de esperar, una amplia polémica.

Vargas Llosa abre su ensayo con una constatación provocadora. Posiblemente nunca en la historia se ha escrito tanto como ahora sobre la cultura, precisamente cuando ésta, “en el sentido que tradicionalmente se ha dado este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer. Y acaso haya desaparecido ya, discretamente vaciada de su contenido y éste reemplazado por otro, que desnaturaliza el que tuvo” (9). Ese nuevo contenido que ha asesinado a la cultura, o está en trámite de hacerlo, es la civilización del espectáculo.

“¿Qué quiere decir civilización del espectáculo? La de un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal” (23). La muerte de la cultura y su reemplazo por el espectáculo y el simulacro constituye para Vargas Llosa la razón última de todas las desgracias que aquejan al mundo, desde la crisis ética y económica hasta degradación de lo que otrora fueron grandes quehaceres humanos como las letras, el arte, la política, la religión, el sexo, etc.

Para Vargas Llosa el triunfo de la civilización del espectáculo fue una consecuencia de la prosperidad vivida luego de la Segunda Guerra Mundial, que permitió el crecimiento de la clase media, el bienestar, la libertad de costumbres y un espacio siempre creciente para el entretenimiento. El otro factor -el más importante para su argumentación- fue la democratización de la cultura: “Se trata de un fenómeno que nació de una voluntad altruista… (pero que) ha tenido el indeseado efecto de trivializar y erosionar la vida cultural… la cantidad a expensas de la calidad” (26).

La democratización de la cultura, afirma, provocó “la desaparición de la alta cultura, obligatoriamente minoritaria por la complejidad y a veces hermetismo en sus claves y códigos, y la masificación de la idea misma de cultura” (24). Provocó luego la desaparición de la crítica y su reemplazo por la publicidad, “convirtiéndose ésta en nuestros días no sólo en parte constitutiva de la vida cultural sino en su vector determinante” (26). A ella se añadió la masificación, que fue acompañada por “la extensión del consumo de drogas a todos los niveles de la pirámide social” (28), el laicismo, la banalización de la política, el eclipse de los intelectuales, el empobrecimiento de las ideas como fuerza motora de la vida cultural, el reemplazo de la información por el entretenimiento, la frivolización como norma, la degradación del sexo, etc.

¿Qué entiende Vargas Llosa por cultura? En primer lugar, se trata de un bien preciado creado por Occidente, y más específicamente por Europa. En las más de 150 páginas de su ensayo no hay una sola mención a las riquísimas creaciones, pasadas y presentes -ni siquiera en las materias que le preocupan, las letras y las artes-, de la India, China, Japón, Mesoamérica, ni, por supuesto, los Andes. No existe ni la más remota alusión a que éstas pudieran haber influido de alguna manera en el desarrollo de la humanidad. A lo más, figura el mundo musulmán, como reflejo invertido de lo que es la cultura. Europa es la creadora de la “cultura de la libertad” y ésta es la única que merece llamarse “cultura”.

En segundo lugar, como ya se ha visto, la cultura para Vargas Llosa es un quehacer de pequeñas minorías, elites. No cabe siquiera la distinción entre “alta” y “baja” cultura, aunque sociólogos y antropólogos hayan sembrado la confusión sobre una materia tan clara. Los antropólogos “establecieron que cultura era … todo aquello que un pueblo dice, hace, teme o adora”, definición que, por supuesto, él rechaza: “una cosa es creer que todas las culturas merecen consideración ya que en todas hay aportes positivos a la civilización humana, y otra, muy distinta, creer que todas ellas, por el mero hecho de existir, se equivalen ... La corrección política ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores” (46). Los sociólogos, por su parte, han ido más allá, “incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular” (idem).

Hay, pues, bastante materia por discutir. Volveré sobre el tema.






En su libro La civilización del espectáculo (Alfaguara 2012) Mario Vargas Llosa rechaza que las culturas tengan igual valor. Para él, es un hecho establecido que hay culturas superiores e inferiores y sólo el miedo a la sanción social impide proclamar públicamente esta obvia verdad: “La corrección política ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores” (46).

La distinción que él establece entre culturas vale también para adentro, para los componentes de una cultura nacional, porque las creaciones populares no merecen el nombre de cultura. Los sociólogos, sostiene, han enredado las cosas, “incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular” (idem). Para él, tiene una gran culpa en esta desgraciada deriva el crítico literario ruso Mijail Bajtín: “Bajtín y sus seguidores … abolieron las fronteras entre cultura e incultura y dieron a lo inculto una dignidad relevante” (47). El resultado ha sido un discepoliano cambalache: “De este modo han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los incultos” (idem).

Comencemos por la desigualdad entre las culturas. Mario Vargas Llosa está absolutamente convencido de la superioridad intrínseca de la cultura europea: “la civilización”, el culmen del desarrollo cultural de la humanidad, “la cultura de la libertad”, que todos debieran tener la dicha de alcanzar. Dicho sea de paso, ese es el don que prometen los proyectos coloniales: “civilizar” a los nativos. Por supuesto, Vargas Llosa se refiere a la cultura europea nacida con la modernidad, pues hasta inicios del siglo XVI la Europa que salía del Medioevo se encontraba atrasada con relación a otras culturas, como la china, como lo ha mostrado, entre otros, el francés Olivier Dollfus.

¿Cómo explicar que unas culturas alcancen una difusión universal y otras terminen arrinconadas, o eventualmente desaparezcan? Para Mario Vargas Llosa esto es el resultado natural de la superioridad de unas y la inferioridad de otras: el castellano se impone y el quechua y el náhuatl declinan porque la cultura asociada a aquel es superior a las de éstos.

Pero, variando el ángulo de enfoque, resulta difícil creer que al iniciarse la expansión europea la cultura castellana fuera significativamente superior a la catalana, gallega, vasca o valenciana, para hablar de sus vecinas, o la provenzal, para ir más allá de los límites de España. Quienes conocen estas lenguas opinan que son tan buenas como el castellano. ¿Cómo explicar entonces que cinco siglos después sus vecinas sean apenas lenguas regionales de unos pocos millones de hablantes, mientras el castellano (español, para los españoles) sea la lengua hablada por 500 millones de seres humanos, la segunda más hablada del mundo (tras del chino mandarín) por el número de personas que la tienen como lengua materna, sea hablada en 75 países y sea el idioma oficial de 21? Esto no es el resultado de su intrínseca superioridad sino de que era la lengua hablada por la potencia colonial que impuso su hegemonía en el mundo durante tres siglos.

El poder económico colonial –y por supuesto el militar que le acompaña– permite imponer la lengua y la cultura de los conquistadores. Eso lo tenía muy claro Antonio de Nebrija, el autor de la Gramática de la Lengua Castellana, la primera gramática de una lengua popular del mundo, en una fecha tan temprana como 1492, cuando la dedicó al rey de España explicando que sería un instrumento fundamental para imponer la cultura del conquistador a los vencidos. El mismo razonamiento vale para el portugués, hablado hoy por más de 250 millones, y para el inglés, la lengua impuesta por Inglaterra y EEUU, las dos potencias hegemónicas durante los dos siglos siguientes, que hoy es hablado por mil millones.

No estamos pues ante “culturas ricas” y “culturas pobres” sino ante culturas asociadas a sociedades ricas (y poderosas) y culturas asociadas a sociedades pobres (y dominadas). La cultura, como todo quehacer humano, tiene una base material y en la relación entre ambas está la clave de su fortuna, o la falta de ella.




Por: Nelson Manrique (Historiador y sociólogo)




 
En La civilización del espectáculo (Alfaguara 2012, Mario Vargas Llosa afirma que existen culturas superiores e inferiores y además que, al interior de un mismo grupo social –como una nación por ejemplo– solo merece el nombre de cultura la producción de una pequeña elite, quedando fuera el quehacer creativo del resto de la sociedad.

Vargas Llosa rechaza hasta la separación entre la “alta cultura”, “cultura culta” o “cultura de elite”, y la “baja cultura” o “cultura popular”. Para Vargas Llosa, los sociólogos empeñados en hacer crítica literaria han sembrado la confusión sobre este tema, “incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular” (p. 46). La “incultura”, según el diccionario de la RAE, es la “falta de cultivo o de cultura”. El resultado, sigue MVLl, es un oceánico cambalache, que podría terminar en “un mundo sin valores estéticos” y hasta en extinción de la cultura misma: “De este modo han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura a los seres cultos de los incultos” (ídem). Detengámonos en las relaciones entre la “cultura de elite” y la “cultura popular”, la no-cultura, para Vargas Llosa.

Un momento decisivo en la historia de la humanidad fue aquel en que aparecieron los especialistas de la cultura; gente que dentro de la división social del trabajo tenía como función exclusiva el trabajo intelectual. Esto solo fue posible cuando la humanidad alcanzó un cierto grado de productividad. Mientras los humanos fueron solo recolectores, cazadores y pescadores todos los integrantes del horda tenían que trabajar manualmente para producir los medios de vida imprescindibles para su supervivencia; quien hubiera pretendido dedicarse solo a las labores del pensamiento hubiera muerto de inanición. Fue solo con el descubrimiento de la agricultura que los humanos empezaron a producir más de lo que consumían y con el tiempo se creó un excedente económico permanente y en continua expansión, que a un determinado nivel permitió la separación del trabajo manual y el trabajo intelectual. Ahora la sociedad podía mantener a una fracción social, los intelectuales, que podían desentenderse del trabajo manual porque la sociedad les aportaba los medios de vida necesarios para su supervivencia.

La distinción fundamental entre la “cultura de elite” y la “cultura popular” es que la primera es el resultado del trabajo de especialistas de la cultura que ejercen el trabajo intelectual como manera de ganarse la vida, mientras que la cultura popular es producida por trabajadores que producen manualmente (artesanos, obreros, campesinos, comerciantes) y adicionalmente producen cultura. Hay estrechas relaciones entre ambas; Antonio Gramsci sostenía que una cultura nacional vigorosa es aquella donde los especialistas de la cultura recogen lo mejor de la cultura popular (mitos, cosmovisiones, saberes empíricos, artesanías) y, premunidos de determinadas herramientas conceptuales, son capaces de convertirlo en saber especializado o “alta cultura”: literatura, filosofía, ciencia y tecnología, arte. A su vez, el saber de los especialistas, convertido en “buen sentido”, retornaba sobre saber popular, enriqueciéndolo. Una de las mayores limitaciones de nuestra cultura peruana es la dificultad de los especialistas de la cultura en buscar en nuestros riquísimas culturas populares los temas sobre los cuales producir un saber especializado original.

Los especialistas de la cultura o intelectuales no son tan libres como creen serlo. En la Antigüedad tenían que trabajar para monarcas (Platón, Aristóteles, Séneca), en la Edad Media para la Iglesia, durante el Renacimiento para las familias patricias que ejercían de mecenas y hoy para el mercado.

Ahí nace uno de los grandes problemas de Mario Vargas Llosa. Su cerrada defensa en la economía de mercado, como la única instancia que debe asignar el valor de las cosas, produce en el ámbito de la cultura resultados que él abomina. En la sociedad del espectáculo: “la distinción entre precio y valor se ha eclipsado y ambas cosas son ahora una sola, en la que el primero ha absorbido y anulado al segundo ... El único valor es el comercial ... El único valor existente es ahora el que fija el mercado” (p. 22).

domingo, 29 de abril de 2012

George Orwell y la guerra civil española. Homenaje a Cataluña.


El mensaje de Orwell

El optimismo de aquella gente martirizada por la guerra civil que describe el escritor inglés, se basaba en la confianza en el futuro y en esa sensación de que el mundo iba a convertirse en un lugar mejor. A partir de ahí, hay que empezar a fundar el porvenir.


Por: Jordi Soler. Escritor. Sus últimos libros son Diles que son cadáveres y Dalí y la más inquietante de las chichas yeyé (ambos en Mondadori).
Hace 75 años, el escritor inglés George Orwell, llegó a España, con el proyecto de pelear en la Guerra Civil. En su viaje desde Inglaterra, hizo una escala en París, que aprovechó para completar un trámite en el consulado español y, sobre todo, para conversar con Henry Miller. Los escritores se tenían mutua admiración a pesar de que, o quizá justamente por esto, la obra de Miller estaba situada en las antípodas de la de Orwell.
El secretario del escritor neoyorquino escribió un registro de aquel encuentro, que fue amistoso, entrañable e ideológicamente muy tirante. Cuando Orwell le explicó su proyecto de viajar a España para combatir el fascismo, y habló del deber moral que, desde su punto de vista, tenían los escritores frente a aquel formidable enemigo, Miller trató de hacerle ver que aquellas ideas eran propias de un boy-scout, y después le dijo textualmente: “Ir a España en este momento es el acto de un idiota”.
Al final de aquella reunión, Miller hizo su contribución personal a la causa de la República Española: le regaló a Orwell su abrigo de pana.
Con ese abrigo de pana llegó el escritor inglés a Barcelona, a principios de 1937. Se apuntó en el cuartel Lenin y se vistió con el uniforme que le adjudicaron y que él identificó inmediatamente como multiforme, porque las prendas no coincidían, ni entre ellas mismas, ni con las de ningún otro miliciano.
“Como estábamos en España, todo se hacía sin ton ni son”, nos cuenta Orwell en el primer capítulo de ese libro raro, estruendoso, conmovedor y hermosísimo que es Homenaje a Cataluña. Un libro que es, en realidad, un homenaje a ese mundo lleno de ideales, de solidaridad y de respeto por el otro que, en esta época nuestra tan dineraria y feroz, cuesta trabajo concebir.
Además del multiforme a Orwell le dieron un rifle antes de partir con su tropa rumbo al frente de Aragón. La verdad es que Orwell no pegó ni un solo tiro, al contrario, se llevó una bala fascista en la garganta que, años después, terminó matándolo. Pero, sobre todo, prestó un servicio impagable a la humanidad con la obra literaria que produjo su aventura en España, y que se suma a esas otras dos novelas suyas inolvidables que son Rebelión en la granja y la escalofriante 1984, por cuyas páginas siguen circulando esas ratas horribles, que venían de comerle el cinturón a los milicianos de Homenaje a Cataluña.
De su llegada a Barcelona hay una fotografía, de Agustí Centelles, que lo dice todo: al final de un pelotón de republicanos bajitos, y rigurosamente multiformados, se yergue al fondo de la fila un tío alto, de abrigo de pana y bigotito, que saca a todos la cabeza y que es, por supuesto, George Orwell.
¿Qué hacía ese marciano inglés en la Guerra Civil?, ¿qué hacía ese escritor, educado en Eton, jugándose la vida en otro país para combatir el fascismo? ¿quién de nosotros, habitantes de este milenio metalizado y frívolo, se jugaría el pellejo por defender una manera de ver y de orientar la vida, una cosa tan etérea como una idea o un concepto?.
Lo cierto es que entonces, hace nada más 75 años, miles de extranjeros se apuntaron voluntariamente para venir a España a hacer la guerra, sin más, ni menos, estímulo que sus convicciones.
Hoy George Orwell puede parecernos un marciano porque ¿quién en su sano juicio, va ir a pegar tiros a otro país, dejando en el suyo su pisito, su automóvil, su mutua médica, su plan de jubilación y su nicho pre-pagado en el cementerio? La respuesta es que, en el mejor de los casos, muy pocos. El mundo ha cambiado radicalmente, las ideologías se desvanecen, los ideales flaquean, ya no se sabe a qué parte de la derecha pertenece la izquierda y hoy la gente, para creer en algo, tiene que verlo en Google. A menos que se trate de dinero o propiedades, dos elementos del paisaje mental contemporáneo en los que todos seguimos teniendo una inquebrantable fe.
Pero resulta que la crisis económica, que se ceba en España con insultante entusiasmo, nos va dejando sin pisito, sin automóvil, sin mutua y sin nicho en el cementerio, y todo sin haber ido a hacer la guerra, sin pegar un tiro, sin haber hecho absolutamente nada. Es más, nos ha dejado así después de habernos comportado como buenos ciudadanos, que pagan sus impuestos y se conducen con decencia.
En lugar de enfocar esto como una tragedia, que sería lo natural, tendríamos que verlo como una invitación a reconvertirnos en otra cosa, en un marciano como Orwell, por ejemplo. Y para esto basta con cambiar el punto de vista, mirar más allá de los escombros, de los cascotes y las columnas de humo que va dejando esta crisis, y reconducir el desconcierto, la desazón y la cólera que ésta produce, hacia un sitio diferente, más allá del desánimo general que lo paraliza todo. En lugar de estarnos mirando la punta de los zapatos, podríamos mirar hacia el horizonte y, una vez ahí, trazar una cartografía íntima para ver en qué punto, precisamente, nos encontramos.
Quién logra trazar esta cartografía íntima ya ha observado, reflexionado, sacado conclusiones de su entorno y su circunstancia, como lo haría un solitario del calibre de George Orwell, no en la Guerra Civil que ya pasó, sino frente a esa turbulencia que han generado los chacales financieros, y la incapacidad de los Estados para contenerlos, ese poder oscuro contra el que el individuo común no puede defenderse, pero sí que puede mantener “una guerra sin batalla, una guerra de guerrillas”, para utilizar el concepto que proponía Gilles Deleuze.
Esta guerra de guerrillas consiste en no bajar la guardia, no distraerse ni desanimarse, vigilar de cerca a nuestros gobernantes, mantener los ojos bien abiertos para ver pasar la siguiente oportunidad y, sobre todo, confiar en algo, creer en algo, como lo hizo hace 75 años George Orwell.
Ese individuo solitario, ese marciano que hace su guerra de guerrillas, terminará armonizando con las miles de individualidades que están empeñadas en lo mismo. Se trata de metamorfosear la catatonía en un nuevo resplandor.
En el primer capítulo de Homenaje a Cataluña, Orwell nos cuenta la impresión que le produce Barcelona. Eran los primeros meses de 1937 y sus habitantes estaban en pie de guerra, o escondiéndose de la guerra; en todo caso la ciudad había sido bombardeada, había tiros en la calle, columnas de humo negro salían de algunos edificios, la comida escaseaba y casi no había azúcar, ni carbón, ni gasolina. Barcelona era una ciudad oscura, empobrecida, destruida, y sin embargo Orwell veía más allá de lo que era evidente, caminaba por las calles entre escombros, humaredas y cascotes con la ilusión de estar viendo una ciudad obrera, donde la gente trabajadora se organizaba para construirse un futuro decente. Orwell, en lugar de perderse en las ruinas de aquella ciudad veía, más allá de la humareda y los escombros, el giro portentoso que estaba dando la historia de la humanidad. Y los barceloneses soportaban aquel desastre, escribe Orwell, porque “confiaban en la revolución y en el futuro, y se tenía la sensación de haber entrado en una era de libertad e igualdad”.
Todo el optimismo de aquella gente martirizada por la guerra que describe el escritor inglés, se basaba en la confianza en el futuro y en esa sensación de que el mundo iba a convertirse en un lugar mejor.
Ahí está la fórmula, el mensaje cifrado que nos envía Orwell desde sus páginas: esa confianza y esa sensación. A partir de ahí, no tenemos más remedio, hay que empezar a fundar, día tras día, el porvenir.
Fuente: Diario El País (España). 29 de abril del 2012.

lunes, 9 de abril de 2012

El Islam: luces y sombras en la historia de la sociedad musulmana.

Filósofo árabe Averroes
Esplendor y miseria del islam

El mundo islámico fue durante siglos más rico, avanzado y tolerante que la Europa de su tiempo, pero la deriva dogmática de su religión le ha condenado al atraso cultural y a vivir en constante crispación.

Por: Jesús Mosterín. Filósofo y autor de ‘El islam: historia del pensamiento’ (Alianza).

El islam es la segunda religión del mundo por el número de sus adeptos (unos 1.500 millones) y está en camino de convertirse en la primera. Los países miembros de la Conferencia Islámica albergan tres cuartas partes de las reservas mundiales de petróleo. Sin embargo, el auge demográfico y la lotería petrolera no han evitado el fracaso político y económico del islam actual, ni su atraso cultural e intelectual.

El mundo islámico tuvo una época de esplendor entre los siglos VIII y XII, durante los cuales fue bastante más rico, refinado, tolerante y avanzado que la Europa de su tiempo. La diferencia se puso de relieve durante las Cruzadas, un choque violento unilateralmente provocado por los cristianos, que dieron muestras de mayor fanatismo y brutalidad que los muslimes.

En 1097 los cruzados conquistaron la ciudad de Maarat. A pesar de haber prometido respetar la vida de sus habitantes, se lanzaron a una orgía de sangre, pasando a cuchillo a toda la población. En su furia desatada, incluso llegaron al canibalismo, comiéndose a muslimes adultos cocidos y a niños empalados y asados a la parrilla, según confirman tanto las fuentes musulmanas como las cristianas. Cuando dos años más tarde los cruzados consiguieron conquistar Jerusalén, lo primero que hicieron fue lanzarse al pillaje y organizar una impresionante carnicería, degollando a casi todos sus habitantes. Los judíos supervivientes fueron encerrados en una sinagoga y quemados vivos dentro.

El cronista Raimundo de Aguilers, que estaba presente, describe así la situación: “Por las calles y plazas se veían montones de cabezas, manos y pies cortados. En el Templo y en el pórtico de Salomón, los nuestros cabalgaban en la sangre de los sarracenos, que les llegaba hasta las rodillas. Justo y admirable juicio de Dios, que quiso que este lugar recibiese la sangre de aquellos mismos que durante tanto tiempo lo habían manchado con sus blasfemias”.

Los muslimes, más tranquilos y refinados, quedaron conmocionados por la ferocidad de los cruzados, una conmoción que todavía perdura en la zona y que es comparable a la que entre nosotros produjo el ataque de Al Qaeda a las torres gemelas de Nueva York en 2001. La crueldad de la conquista cristiana de Jerusalén contrasta con la caballerosidad y moderación de su reconquista por Saladino, 90 años después. Los judíos medievales, desde luego, siempre prefirieron estar bajo la férula del islam que aguantar el fanatismo de los cristianos.

Las tres grandes religiones monoteístas se parecen mucho y sus ideas proceden del tronco común judaico, del que el cristianismo y el islam pueden considerarse herejías. Las tres parten de la idea del Dios único, en torno a la cual construyen sus elucubraciones doctrinales. En cualquier caso, la teología islámica es más razonable y menos confusa que la cristiana, pues no está lastrada por el galimatías de la Santísima Trinidad.

A diferencia de otras religiones en que la relación del creyente con la divinidad pasa por intermediarios como los sacerdotes o la Iglesia, el islam insiste en la relación directa del creyente con Alá, lo cual podría favorecer la libertad de pensamiento. En 529 el emperador Justiniano cerró la escuela filosófica de Atenas, sumiendo a Europa en un largo periodo de oscuridad. Mientras las luces postreras de la ciencia griega se apagaban, sus últimos portadores buscaban refugio en el Próximo Oriente, entre los persas y árabes, más tolerantes y curiosos que los cristianos fanáticos de los que huían. Sus sucesores, junto a otros eruditos judíos y cristianos nestorianos, se lanzaron a traducir del griego al árabe los textos de la filosofía y la ciencia helénicas; sabios llegados de India traducían del sánscrito, patrocinados todos por el Califato abasí a través de la Casa de la Sabiduría de Bagdad.

La filosofía renació en pensadores islámicos como Al Farabi, Avicena o Averroes, hombres de gran originalidad y audacia intelectual. Científicos de enorme calibre, como Al Jwarismi, Al Razi, Omar Jayam, Biruni o Ibn Jaldún contribuyeron al progreso de la ciencia. Sus textos fueron traducidos al latín e influyeron en el pensamiento europeo. El matemático, astrónomo, filósofo y poeta persa Omar Jayam adoptó una posición materialista y escéptica. No tuvo pelos en la lengua a la hora de criticar la religión dogmática y literalista predominante ni al expresar sus dudas sobre la inmortalidad del alma, lo que le acarreó no pocos conflictos, que superó gracias a su prestigio.

La sociedad musulmana de entonces era lo suficientemente libre y abierta como para tolerar opiniones divergentes o heterodoxas y para respetar y admirar el trabajo científico. Posteriormente, la cultura islámica perdió todo su dinamismo, frescura y creatividad para caer en el dogmatismo estéril, la intolerancia y la cerrazón mental (el funda-mental-ismo). El mundo islámico no ha desempeñado papel alguno en el desarrollo de la ciencia moderna y apenas tiene presencia en la investigación actual.

Seis de los ocho países más pobres del mundo son miembros de la Conferencia Islámica. Exceptuando las plutocracias hereditarias asentadas sobre el petróleo, la mayoría de los muslimes vive en la miseria, que tiene muchas causas: la explosión demográfica, la educación inútil de las madrazas, reducida a aprender el Corán de memoria, la obsesión por ocultar y reprimir a las mujeres, el fatalismo, la corrupción desenfrenada e incluso la imposición de normas religiosas a la actividad financiera, como la que prohíbe el crédito con interés. De hecho, no solo el Corán condena el préstamo con interés; también lo hace la Biblia. Los cristianos y judíos medievales condenaban la usura en los mismos términos que los musulmanes. La diferencia consiste en que los cristianos y judíos se fueron olvidando de esa prohibición, propia de una sociedad primitiva de pastores de cabras, y aceptaron los créditos con interés en sus transacciones, mientras que los ulemas se aferraron a las regulaciones ancestrales.

La mayor parte de las noticias sobre el islam de las últimas décadas se refieren a los continuos atentados terroristas. El odio a América, a Israel y a India, a los extranjeros y turistas y al mundo moderno en general, combinado con la obsesión por ocultar y reprimir a las mujeres y con la intolerancia virulenta hacia las otras sectas, disidencias y presuntas apostasías del propio mundo musulmán, incluyendo a los sufíes y los chiíes, ha conducido a la glorificación del terrorista suicida y a una constante crispación y agresividad. Desde luego, no todos los actos de terror son obra de radicales islámicos, pero sí la mayor parte. Más esperanzadoras son las noticias de las recientes revueltas árabes, a veces iniciadas por jóvenes modernos conectados a Internet. Sin embargo, las elecciones libres que han logrado convocar han acabado siendo ganadas por los tradicionalistas religiosos, que son los únicos que llevan generaciones adoctrinando a las masas.

A diferencia de la mayoría de los cristianos y judíos (y no digamos de los japoneses o chinos), que cada vez se han ido haciendo más escépticos y tolerantes y consideran su religión como una mera tradición cultural entre otras, muchos muslimes conservan un fervor religioso exacerbado que los hace inasequibles al sentido del humor. Cuando en 2005 un modesto diario danés publicó en su página de humor unas triviales caricaturas de Mahoma, los que no las habían visto enseguida las calificaron de blasfemas. Las embajadas danesa y noruega en Siria fueron incendiadas y en las violentas manifestaciones de protesta atizadas por los ulemas se produjeron más de 100 muertos. En contraste con esa reacción y también en 2005, la cantante Madonna dio un concierto en el estadio olímpico de Roma, a solo 3 kilómetros del Vaticano, en que aparecía “crucificada” y cantaba desde la cruz. Aunque el concierto fue calificado de blasfemo por la jerarquía católica, a nadie en Italia se le ocurrió prohibirlo, no hubo manifestaciones en contra e incluso fue un éxito de público.

Fuente: Diario El País (España). 09 de abril del 2006.

Recomendado:

Debate sobre las relaciones entre la ciencia y la fe. La separación entre la teología y la filosofía.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Debate sobre las relaciones entre la ciencia y la fe. La separación entre la teología y la filosofía.

Ciencia y fe

Por: Nelson Manrique (Sociólogo e historiador)

Una de las revoluciones culturales más importantes de la historia de la humanidad fue la separación, operada en Europa siglos atrás, entre la teología y la filosofía. Ella permitió la revolución científica tecnológica, el capitalismo y la conquista del mundo.

Durante la época medieval, la teología llenaba todo el espacio de la reflexión intelectual y nada existía por fuera de su imperio. De ahí que inclusive las disidencias políticas tuvieran que expresarse en el lenguaje religioso y aparecieran como herejías, siendo sancionadas como tales por la Inquisición. Ideas que ahora forman parte del sentido común científico, como que la Tierra no es el centro del universo y que gira alrededor del Sol, y no este alrededor de ella, fueron caracterizadas igualmente como herejías, porque eran incompatibles con la lectura teológica que de estos fenómenos hacían los sabios romanos y cualquier idea que saliera de este estrecho margen era un cuestionamiento a la Verdad misma. Eso le costó la hoguera a Giordano Bruno y la humillante retractación pública a Galileo Galilei. Le tomó cinco siglos a la Iglesia reconocer que Galileo tenía la razón.

Debemos a un pensador andalusí que escribía en árabe la gran revolución intelectual que nos llevó a la modernidad. Ibn Rushd, cuyo nombre fue castellanizado como Averroes, nació y vivió en Córdoba, la ciudad más esplendorosa de al-Andalus, la España musulmana, y de Europa en el siglo XII. Fue conocido como el Comentarista por ser el más grande especialista en Aristóteles, aunque solo una tercera parte de los más de 60 volúmenes que forman su producción está dedicada a los comentarios sobre El Filósofo, y el resto de su obra es original. Averroes realizó la proeza intelectual de separar la falsafa (así es conocida la filosofía en árabe) de la teología. Reivindicó la necesidad de un espacio autónomo de reflexión para las cosas terrenas, independiente de la teología, cuya materia de reflexión son las cosas ultraterrenales.

Durante la Edad Media, la escolástica –que constituye un método de reflexión intelectual, que viene a ser a la teología lo que el método científico es a la ciencia– era común al cristianismo, judaísmo e islamismo. Una de las mejores escuelas de escolástica funcionaba en Córdoba, célebre por su Escuela de Traductores, donde trabajaban juntos sabios judíos, cristianos y musulmanes, que salvaron para Occidente las grandes obras de la antigüedad clásica, griega y romana. Allá iban a formarse teólogos de toda Europa y ahí se formó Alberto Magno, convertido después en santo por la Iglesia. Su discípulo más destacado fue Santo Tomás de Aquino, quien realizó la proeza intelectual de cambiar las bases neoplatónicas sobre las cuales San Agustín edificó la reflexión teológica cristiana medieval, que fueron hegemónicas por un milenio, por las modernas bases neoaristotélicas. Y fue esta base filosófica la que permitió que durante el Renacimiento pudiera separarse la filosofía de la teología (como lo dijo Maquiavelo, la ética para ganar el cielo es distinta de la ética para ganar el poder).

Por una triste ironía de la historia Averroes, que tanto contribuyó al desarrollo de la tolerancia en Occidente, fue víctima de la reacción sectaria islámica provocada luego de la crisis de al-Andalus y hoy está olvidado en el mundo musulmán.

De la filosofía surgieron las ciencias positivas y de ellas derivó la superioridad tecnológica que le aseguró a Europa la hegemonía mundial. Pero el recorte de las atribuciones de la teología fue, como era de esperar, firmemente resistido por aquellos que usaban a la religión como un instrumento para asegurar su poder terrenal. Pero esto ya es una historia contemporánea.

El debate sobre las relaciones entre la ciencia y la fe viene pues de muy atrás, pero es especialmente pertinente en la controversia que mantiene la Universidad Católica con el cardenal Cipriani. La universidad constituye por antonomasia el centro de la reflexión científica y filosófica como los seminarios lo son de la teología. De ahí que la libertad intelectual no sea un simple adorno para la universidad, sino la esencia misma de su quehacer.

Fuente: Diario La República (Perú). Martes, 27 de marzo de 2012.

lunes, 26 de marzo de 2012

Proceso al régimen de los jmeres rojos de Camboya. Testimonio de Duch, antiguo director de un centro de torturas y exterminio.

La mecánica del genocidio

El régimen político más inhumano es el que decide qué es lo que le conviene al individuo y se lo impone a todos.

Por: Tzvetan Todorov. Semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa.

Las grandes matanzas del siglo XX han suscitado un enorme volumen de publicaciones en las que se relatan historias individuales, en su inmensa mayoría las de las víctimas y los supervivientes. Los libros como Desde aquella oscuridad, en el que la periodista Gitta Sereny refleja sus entrevistas detalladas con Franz Stangl, el antiguo responsable de Treblinka, son excepción. Y todavía más infrecuente, e incluso imposible, es encontrar documentales que nos muestren a los autores de esos crímenes de masas comprometidos con la búsqueda de la verdad. Pero su interés salta a la vista. Oír hablar a las víctimas es desgarrador, provoca emoción y compasión, pero no nos enseña nada: las víctimas no son las responsables de esos hechos, sino quienes han sufrido, impotentes, la voluntad de otros. Si queremos comprender los desastres pasados, condición previa indispensable para cualquier intento de impedir que se repitan, lo que debemos hacer es acudir a quienes cometieron esos actos: ¿por qué hicieron esas cosas? ¿Cuál es el mecanismo que engendra el horror? ¿Cómo puede convertirse un hombre corriente en un verdugo de masas? Por desgracia, los individuos que podrían hacerse estas preguntas y buscar respuesta sin hacer concesiones son escasos; en su mayoría, no se consideran culpables en absoluto y concentran sus esfuerzos en buscarse excusas.

En 2009 se celebró en la capital de Camboya un proceso al régimen de los jmeres rojos por los crímenes cometidos durante su periodo en el poder. En el banquillo de los acusados, una sola persona de apellido Duch, antiguo director de un centro de torturas y exterminio, denominado S 21. El juicio, el primero de su tipo en aquel país, fue excepcional, entre otras cosas, por el hecho de que los archivos del centro están perfectamente conservados y, por tanto, permiten reconstituir de forma minuciosa su funcionamiento. Pero fue extraordinario también por la personalidad del procesado, que en ningún momento trató de eludir sus responsabilidades, sino que se reconoció culpable de un crimen abominable del que dijo arrepentirse amargamente y, a continuación, se comprometió a cooperar activamente con el tribunal.

A todos estos elementos, ya sustanciosos, se añade otro más muy positivo: el juicio originó varios libros de gran calidad, redactados por testigos que aclaran diversos aspectos de él, y, cosa aún menos frecuente, un documental sobre Duch. Su director, Rithy Panh, con el deseo de comprender más que conmover, se sumerge en el espíritu del verdugo y tiene el valor, o la prudencia, de no enmarcar el discurso de su personaje en el suyo de autor, sino de enfrentar directamente al espectador con el hombre que confiesa y analiza sus crímenes. El resultado es sobrecogedor.

Estos libros y este film permiten, ante todo, reconstruir el contexto en el que actuaban los jmeres rojos, una guerra civil (1970-1975) que causó 600.000 muertes, un país que padecía los bombardeos estadounidenses (cayeron en él casi cuatro veces más bombas que sobre Japón durante la Segunda Guerra Mundial), el ansia de libertad y justicia que engendró toda aquella violencia. Los testimonios relatan el proceso inexorable que se inició con la victoria de los comunistas en 1975 y prosiguió hasta 1979. La represión tuvo tres fases. Al principio, ejecutaron a todos los antiguos enemigos, pero también a los “desviados”: locos, discapacitados, leprosos. A continuación, expulsaron de las ciudades a todos los que no pertenecían a las nuevas clases privilegiadas de obreros y campesinos, es decir, los enseñantes, empleados, comerciantes, propietarios, y los enviaron a cavar canales y construir diques, con el argumento de que, para merecer formar parte del pueblo, necesitaban reeducarse. Un año después comenzó la tercera fase, la persecución de los “enemigos interiores”, una purga permanente que afectó a los propios revolucionarios y acabó con todos los sospechosos en prisiones especiales, como la que dirigía Duch, en las que los torturaban para que revelasen los nombres de sus “cómplices” y luego los ejecutaban. La vida de un enemigo no valía nada, y tampoco las de las personas más próximas a él: esposa, hijos, padres, amigos, colegas. Los presos eran “bolsas de sangre”: les sacaban toda la que tenían —con lo que morían de inmediato— y les practicaban una vivisección “para estudiar su anatomía”. Se calcula que el número de víctimas de aquellos cuatro años asciende a 1.700.000, aproximadamente el 20% de la población.

Antes de asumir su compromiso político, Duch era un personaje corriente, atento a los demás, aplicado en su trabajo, inteligente. Durante su periodo de jmer rojo, cometió crímenes extraordinarios y supervisó las torturas y ejecuciones de al menos 12.500 personas. Su paso de una cosa a otra se explica, más que por su pasado personal, por su relación con la historia colectiva: en este caso, no se trata de un monstruo individual. La fuerza que impulsó el régimen fue la ideología comunista llevada al paroxismo y sostenida por el ejército, que no se ha visto sometido a ningún proceso porque el tribunal solo juzga a individuos. Los dirigentes de los jmeres rojos se remitían a Marx, Lenin y Mao, a los comunistas franceses, país en el que varios de ellos habían estudiado. El objetivo era crear un hombre nuevo y una sociedad nueva, de manera que había que comenzar por destruir todo lo que existía. Privar a la persona de su familia, su casa, su profesión, incluso darle un nombre nuevo. La alternativa que se ofrecía a la población era adoptar la nueva fe con entusiasmo o someterse a ella por miedo al sufrimiento. La presión era tal que nadie podía superarla. Pero las reacciones fueron distintas: unos se negaron (y aceptaron morir), mientras que otros se sometieron (y aceptaron matar). En varias cárceles especiales, como la que dirigía Duch, se torturaba a los “sospechosos” para que revelasen los nombres de sus “cómplices” y luego se les ejecutaba de forma sistemática. Las “confesiones” extraídas a las víctimas permitían mantener la ficción de las conspiraciones, que debían servir para explicar los fallos económicos y justificar la dictadura, convertida en un fin en sí misma.

¿Cuál es el régimen político más inhumano?, se pregunta Rithy Panh, y responde: el que decide qué es lo que le conviene al individuo y se lo impone a todos.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

Fuente: Diario El País (España). 25/03/12.

viernes, 23 de marzo de 2012

El principio de igualdad frente a las creencias religiosas. La libertad de expresión ante el islam.

¿Una norma para Jesús y otra para Mahoma?

Desde el matrimonio homosexual hasta las admisiones en la universidad, la igualdad es esencial y, al mismo tiempo, complicada.

Por: Timothy Garton Ash. Catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford.

Las cosas sencillas pueden ser muy difíciles. La igualdad, por ejemplo. El Reino Unido tiene desde hace un par de años una cosa llamada la Ley de Igualdad, para promover ese concepto tan bueno. Ahora bien, cuando se empieza a mirar qué significa en la práctica, la cosa se complica.

He estado pensando en ello por cierta reacción que ha habido en los medios de comunicación a un diálogo que mantuve hace poco con Mark Thompson, director general de la BBC, para el proyecto que estamos llevando a cabo en Oxford sobre la libertad de expresión ( http://www.freespeechdebate.com/ ) [ http://freespeechdebate.com/en/media/mark-thompson-talks-religion/ ]. Después de hablar de la emisión en la BBC del musical Jerry Springer: The Opera, que levantó airadas protestas de los cristianos evangélicos porque se trata de una obra satírica que mostraba a Jesús como un bebé gigante y gruñón vestido con un pañal, le sugerí que a la BBC no se le ocurriría jamás emitir una sátira equiparable sobre el profeta Mahoma. Me contestó: “Creo que, en una palabra, la respuesta es que es verdad”.

Sus palabras las recogieron varios medios, en primer lugar The Daily Mail [ http://www.dailymail.co.uk/news/article-2106953/Christianity-gets-sensitive-treatment-religions-admits-BBC-chief.html#ixzz1p5gkq1eL ], y luego The Daily Telegraph, The Spectator y por lo menos una página web cristiana [ http://www.christian.org.uk/news/well-mock-jesus-but-not-mohammed-says-bbc-boss/ ], con titulares como “El director general de la BBC reconoce que al cristianismo se le trata peor” (Telegraph) [ http://www.telegraph.co.uk/culture/tvandradio/bbc/9107689/Mark-Thompson-BBC-director-general-admits-Christianity-gets-tougher-treatment.html ] y “¿Deberían matar los cristianos a Mark Thompson?” (Spectator) [ http://www.spectator.co.uk/nickcohen/7680573/should-christians-kill-mark-thompson.thtml ]. En Mail Online, un lector o lectora que se identificó como D. Acres de Balls Cross, West Sussex, colgó este comentario: “Este hombre es repugnante. Deberían colgarlo en una cruz. Eso le enseñaría a no faltar al respeto a su país y su fe cristiana”. Qué cristiano y qué patriota, este indignado o indignada de Balls Cross.

Le sugerí a Thompson que esta asimetría entre la forma que tienen los medios audiovisuales (no solo la BBC, y no solo en Reino Unido) de tratar al islam en comparación con otras religiones es consecuencia de la amenaza violenta de los extremistas musulmanes. Respondió: “Bueno, es evidente que es un factor importante... Protesto de la forma más enérgica posible es distinto de Protesto de la forma más enérgica posible y estoy cargando mi AK47 mientras escribo”. Se trata de un franco reconocimiento de una de las mayores amenazas contra la libertad de expresión que existen hoy en el mundo. La literatura clásica estadounidense sobre la libertad de expresión habla del “veto del saboteador”. Hoy nos enfrentamos al “veto del asesino”. Y es preciso resistir siempre contra esa intimidación violenta. Ceder ante ella no sirve más que para animar a otros a utilizar la violencia. Si creyeran que los ateos, cristianos, sijs o judíos somos capaces de cargar nuestros AK47, quizá misteriosamente se nos tendría más respeto.

Sin embargo, en su respuesta, muy meditada, Thompson mencionó otros dos motivos para que haya un tratamiento asimétrico. En primer lugar, mientras que el cristianismo es la religión establecida y “de anchas espaldas” de la mayoría de los británicos, el islam es una la religión de unas minorías étnicas vulnerables “que quizá se sienten ya aisladas en otros aspectos, víctimas de prejuicios, y que pueden considerar que un ataque contra su religión es otra forma de racismo”.

Segundo, como cristiano practicante, Thompson dijo que es preciso comprender el poder emocional de “lo que supone la blasfemia para alguien que es realista en sus creencias religiosas”. Las creencias religiosas no se pueden comparar sencillamente con proposiciones racionales como 2 + 2 = 4. “Para un musulmán, y quizá también para un cristiano, hay, como si dijéramos, cosas blasfemas o casi blasfemas que ellos pueden sentir casi como una amenaza violenta”.

Quiero dejar claro que no me parece que estos dos argumentos justifiquen la asimetría. Creo que la BBC debería tener la libertad de emitir un programa tan satírico como Jerry Springer: The Opera sobre el islam, que, por cierto, no sería verdaderamente una sátira sobre la religión, porque Jerry Springer: The Opera era una sátira sobre el programa de Jerry Springer y la cultura popular estadounidense, no sobre Jesucristo y el cristianismo. Y estoy convencido de que el principal motivo por el que la BBC y la mayoría de los demás medios se ponen más nerviosos cuando se trata del islam es la amenaza de la violencia.

Pero merece la pena detenerse a estudiar con seriedad esos dos argumentos, y ambos, en definitiva, están relacionados con la igualdad. No es intrínsecamente malo ni antidemocrático sugerir que se trate a los miembros de minorías desfavorecidas con una sensibilidad especial. La igualdad no significa, por ejemplo, que los encargados de las admisiones en Oxford, ante dos candidatos, el hijo de unos inmigrantes pobres que ha luchado para sacar a duras penas el bachillerato en una escuela pública, y el hijo de un millonario educado en Eton, tengan que decir: Sunder tiene peores notas y ha hecho peor la entrevista, así que está claro que debemos admitir a David. Lo que hay que preguntarse aquí es: ¿es cierto que los musulmanes siguen siendo una minoría vulnerable y desfavorecida en el Reino Unido? (Para complicar aún más las cosas, eso puede ser cierto en el conjunto del país, pero no en determinadas ciudades.) Y, en ese caso, ¿esta es la manera de mostrar especial sensibilidad?

Su argumento sobre la peculiar naturaleza de las creencias religiosas también nos remite a la igualdad. Desde un punto de vista empírico, es innegable que mucha gente siente con especial intensidad su fe religiosa. Pero eso no basta para que la fe tenga prioridad sobre la razón. Supongamos que yo siento la misma pasión sobre la realidad científica de la evolución que los cristianos o los musulmanes sobre la creación. ¿Por qué una política pública o un medio público de comunicación va a tener que proteger sus sentimientos más que los míos? La Ley de Igualdad británica indica que no deben hacerlo, con una definición deliciosamente enrevesada: “Fe se refiere a cualquier creencia religiosa o filosófica, y una referencia a la fe incluye una referencia a la falta de fe”.

Aunque es muy difícil, no debemos abandonar jamás la búsqueda de libertad para todos en igualdad bajo la ley. Todo el mundo tiene derecho a lo que el filósofo Ronald Dworkin llama “igual respeto y preocupación”. Eso no significa tratar a todos de la misma forma en cualquier circunstancia. Pero, cada vez que oigan a alguien (incluidos ustedes y yo) defender un tratamiento distinto de alguna cosa, busquen una linterna y examínenlo con más detalle. El mismo cristiano evangélico que se queja de tratamiento injusto en la BBC se opondrá ruidosamente al matrimonio homosexual. El mismo liberal europeo que asegura con pasión que los periódicos deben tener libertad para publicar caricaturas de Mahoma defenderá unas leyes que penalizan la negación del genocidio. Los dobles raseros son las señales de alarma de una sociedad libre.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

Fuente: Diario El País (España). 19/03/2012.