domingo, 18 de abril de 2010

Mosterín y la reflexión contra prejuicios, fundamentalismos, inercias, sectarismos, blanduras y cobardías.

ENTREVISTA AL FILÓSOFO JESÚS MOSTERÍN

La apuesta por el individuo

Pensamientos libres y críticos como el de Jesús Mosterín son absolutamente necesarios en una sociedad de verdad democrática. Su nuevo libro, ‘La naturaleza humana’, nos vuelve a inocular una dosis de reflexión contra prejuicios, fundamentalismos, inercias, sectarismos, blanduras y cobardías.

Por: Javier Sampedro

¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? ¿Qué es el ser humano? Kant dijo que toda la filosofía cabe en esas cuatro preguntas, y también dijo que las tres primeras se reducen a la cuarta. Jesús Mosterín es uno de los primeros colegas de Kant que se han propuesto responder la cuarta pregunta “de la única manera intelectualmente honesta”, como él dice, que es considerar al ser humano como un miembro de la especie Homo sapiens, un producto de los impredecibles meandros de la evolución biológica, con todos los desperfectos predecibles y lastres inevitables que ello suele implicar.

Un viejo chascarrillo de científicos dice: ¿cuál es la diferencia entre un filósofo y un físico teórico? Pues que el primero trabaja con un lápiz y un papel, y el segundo, con un lápiz, un papel y una papelera. Mosterín, de 64 años, es un filósofo con papelera: un pensador muy atento al desarrollo de la ciencia, y convencido de que las cuestiones que ocupan nuestra reflexión diaria –los modelos educativos, las tensiones territoriales, la relación Iglesia-Estado, la política lingüística, la discriminación sexual, la eugenesia y la eutanasia– sólo tendrán una respuesta clara y sensata cuando incorporemos al debate el conocimiento científico de nuestro cerebro y de sus turbios orígenes evolutivos. Acaba de exponer sus ideas en La naturaleza humana (Espasa), y está dispuesto a dar la cara “sin tapujos y sin refugios políticamente correctos”. Profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC y catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Barcelona, divide su año en tres tercios de similar dimensión: un tercio entre Madrid y Barcelona, un tercio “viajando”, y el resto refugiado en el monte, inaccesible al mundo mientras hace la parte más dura de su trabajo, la de pensar.

Mosterín tiene alergia a los grupos, sean naciones, confesiones o empresas, y el hilo que vertebra su pensamiento moral podría definirse como una ética estadística, donde los valores colectivos se reducen a meras resultantes de los valores de cada individuo. Le pido que lo explique con el ejemplo de Francis Fukuyama, el ideólogo de los neoconservadores norteamericanos que, después de declarar el final de la historia en 1992, descubrió en 2002 una fisura en su propia teoría. El fin de la historia, según Fukuyama, se debía a que el capitalismo había demostrado ser el sistema político mejor adaptado a la naturaleza humana. Pero esa teoría dejaría de valer si la tecnología genética lograba cambiar la naturaleza humana, de modo que Fukuyama concluyó: “No tenemos por qué aceptar ninguno de esos mundos futuros que nos ofrecen bajo el estandarte de la libertad. No tenemos que considerarnos esclavos del progreso tecnológico inevitable cuando el progreso no sirve a fines humanos. La verdadera libertad es la de la comunidad política para proteger sus valores predilectos, y ésa es la libertad que tenemos que ejercer en relación con la revolución tecnológica actual”.

¿Qué tiene que decirle a Fukuyama?

Hay muchas palabras culturales que se refieren a estructuras neurológicas, pero sólo los individuos tenemos un cerebro. La comunidad, el pueblo, la empresa y otros grupos son entidades útiles, pero entidades estadísticas. Son descerebradas, no tienen cerebro, y por tanto no pueden tener libertad, ni lengua ni religión. El pueblo español no tiene una lengua, ni puede tenerla. Entre los individuos que lo componen, algunos hablan una lengua; otros, otra; otros hablan dos, y otros hablamos siete. La única distinción importante es la que se da en cada individuo entre la lengua materna y las aprendidas de forma secundaria: incluso están archivadas en regiones diferentes del cerebro. Con la libertad pasa lo mismo.

Muchos animales no son libres, es casi una forma de perfección. Están muy bien adaptados a su entorno, y les resulta mucho más cómodo aplicar unos comportamientos rígidos a cada situación. A otros animales que hemos evolucionado en un ambiente muy cambiante, esos programas rígidos no nos sirven. Eso nos da un ámbito de libertad. Pero esa libertad no tiene sentido atribuirla a ninguna colectividad. La colectividad no quiere nada, porque la voluntad es una propiedad de cada cerebro. La lengua, la religión, la libertad y la voluntad son individuales. También el gusto –no hay dos personas que tomen el café igual– y la moda.

Pero la moda sólo tiene sentido si la adopta alguna colectividad, ¿no?

La moda, como todo modelo cultural, se ha comparado con una epidemia. La primera minifalda se la puso Mary Quant, fue una acción suya, pero después se propagó por imitación. La preocupación de los sectores conservadores por la inminente llegada de la minifalda a sus países era comparable a la que hubieran sentido ante la llegada de la gripe aviar o cualquier otra epidemia.

¿Pero no es más que imitación? ¿O los modelos culturales se propagan entre receptores activos, críticos?

Ésa es una importante distinción entre la evolución biológica y la cultural. La biológica siempre ocurre por selección natural, y la cultural tiene a veces elementos lamarckistas, por así llamarlos. La aceptación de una moda, o de otro modelo cultural, requiere a veces reflexión y cálculo. Una moda en la comida se puede propagar por el mero hecho de que hay gente que come lo que ve comer a otros, pero también hay gente preocupada por la salud o las calorías, y esto impone un filtro a la propagación de la moda en esos sectores de población.

¿En qué se parece la religión al nacionalismo?

El nacionalismo es más parecido a una religión que a una teoría científica. Las cosas que más excitan a la gente poco reflexiva son las que no existen, como Dios, la nación y todas estas cosas. Las caricaturas de Mahoma no son nada en comparación con las que se publicaron de Darwin desde 1859. Por cierto, que la etiqueta del anís del Mono sigue siendo una caricatura de Darwin. No creo que ningún científico se sienta ofendido por ello. Más bien se ríen. Pero hay mucha gente que no perdona por cosas que no tienen la menor importancia.

¿Qué es una nación?

Las naciones no existen. Existen los territorios y las poblaciones de distintas especies que viven en ellos, incluida la especie humana, pero los humanos que viven en cualquier territorio son siempre de distinta raza, de distinta lengua y demás. Los nacionalistas invierten los términos y piensan que lo que existe es una entidad metafísica, la nación, que es el resultado de la unión mística entre determinado territorio y determinada cultura, y luego, claro, a la población la tienen que meter con calzador para que encaje en esa nación inexistente. Pero ni encaja ahora ni encajó hace un siglo, ni en la Edad Media ni en la antigüedad, porque la gente que ha vivido en cualquier territorio siempre ha estado mezclada. El nacionalismo es una postura religiosa.

¿Hay que respetar ciertas cosas porque pertenecen a otra cultura?

He estado en Irán invitado por los ayatolás. Ellos respetan la forma de vestir de las mujeres en Occidente y piden, por reciprocidad, que los occidentales respeten el chador. Ya antes de despegar de París, en el avión de Air Iran, pedían a las mujeres ponerse el chador, aunque por supuesto respetaban su libertad de bajarse del avión en caso contrario. Para ellos no era más que una cuestión de respeto mutuo y reciprocidad entre dos culturas. La falacia es evidente, porque muchas mujeres iraníes no tienen ninguna gana de ponerse eso, pero todas lo llevan para evitar que les tiren ácido a la cara o las encarcelen.

¿Y qué hay de los casos en que es la propia víctima la que parece aceptar esa situación?

Las ideologías se aprovechan de que el ser humano es muy plástico, sobre todo en la infancia, y someten a la gente a auténticos lavados de cerebro. Una religión puede llegar a anular instintos tan básicos como el de conservación, como vimos de forma espectacular con los pilotos suicidas de Nueva York.

¿Cuánto hay de religión y cuánto de desesperación en la motivación de un terrorista suicida? Se ha argumentado que algunos de esos jóvenes que se inmolan lo hacen para que su familia reciba dinero de la organización.

Habría formas más simples de conseguirlo, como suscribir un seguro de vida y suicidarse tranquilamente en casa. Y hay organizaciones terroristas montadas con su bolsillo por jóvenes saudíes millonarios, como Bin Laden. Todos los ejércitos lavan el cerebro a sus reclutas, y les dicen que “es dulce y decoroso morir por la patria”. Yo hice la mili de alférez en Bilbao, y en la cantina había un cartel que decía: “A quien muere por la patria lo recoge la inmortalidad”. Yo le dije al comandante que allí debía de haber una errata. “Mi comandante, ¿no debería poner que lo recoge la mortalidad?”. Acabé dos días en el calabozo, claro.
Claro.

Hay unas escuelas, las madrazas, donde los niños musulmanes se aprenden de memoria el Corán, y no estudian nada más. Mientras lo memorizan, mueven la cabeza atrás y adelante, de forma repetitiva, sin parar nunca. Los hijos de los judíos ultraortodoxos también se tienen que aprender de memoria la Biblia en hebreo, y es curioso que hagan los mismos movimientos de cabeza repetitivos. La infancia es el mejor momento para lavar el cerebro, hasta el extremo de suprimir un instinto tan básico como el de supervivencia, y esto no es ninguna peculiaridad del islam. Los mártires cristianos, tan admirados por la Iglesia, no eran otra cosa que locos fanáticos. Lo de “ama a los demás como a ti mismo” sólo tiene sentido si uno está cuerdo. Yo no admiro a los mártires. Admiro otros comportamientos más sensatos, serenos e inteligentes.

En su ‘ética estadística’, ¿de dónde se deriva el bien común?

La ética es individual, pero el derecho no: lo hacemos entre todos, al menos en las sociedades democráticas, y luego lo imponemos a cada individuo. Tú no puedes robar el coche del vecino, con independencia de lo que pienses o de cuáles sean tus valores. Tal vez en el futuro, cuando sea posible seleccionar todas las características genéticas de los hijos, llegue a no nacer ningún individuo peligroso o malvado, y tal vez el anarquismo llegue a ser posible entonces. Mientras tanto, tenemos que aceptar el hecho de que hay malas personas –gente con mala leche, o muy agresiva– y que viven en el mismo planeta que nosotros, en el mismo país y en el mismo barrio. La mayoría de las personas estamos de acuerdo en renunciar a una porción de libertad para defendernos de estos congéneres. Pero este argumento sólo sirve para lo imprescindible, no se puede llevar ni un milímetro más allá.

Los estudios con gemelos han revelado componentes genéticos en la postura que uno adopta sobre los impuestos, la redistribución de la riqueza, la inmigración, el aborto y muchas otras cuestiones relacionadas con la política. Los datos también demuestran que, en cualquier debate, tendemos a dar la razón al más guapo de los contendientes, o al que tiene unos rasgos faciales asociados a la eficacia. ¿Es eso un argumento contra la ‘ética estadística’, o incluso contra la democracia?

Ninguno de esos rasgos es puramente genético. Incluso en los estudios con hermanos gemelos afloran como un sesgo, pese a que todos los genes son idénticos en este caso. Las tendencias innatas de nuestra psicología suelen tener una razón evolutiva. Por ejemplo, todos los padres saben que los bebés suelen ser extremadamente latosos, y raro es el que no ha sentido alguna vez el impulso espontáneo de tirarlos por la ventana. Pero quienes cedieron a ese impulso se quedaron sin descendencia hace miles de años: todos nosotros, los humanos actuales, descendemos de padres que controlaron su impulso y no tiraron al bebé por la ventana. Esto explica que sintamos una ternura espontánea hacia los bebés, o incluso hacia cualquier cachorro de otra especie. Del mismo modo, nuestra preferencia inconsciente por la gente guapa tiene su origen evolutivo en que, durante el pasado de la especie, los guapos solían ser la gente más sana, y la belleza funcionó como un indicador de la salud. Pero nada de eso es determinante, son sólo sesgos genéticos.

En cualquier caso, ¿tenemos que acepar que no somos enteramente libres al tomar decisiones?

Por supuesto, pero esto ya lo teníamos que aceptar sin saber nada de la evolución y la naturaleza humana. La palabra libertad se usa en dos sentidos. Uno es que los demás no nos impidan lo que queremos hacer. Si nadie me impide ver la película que quiero ver, puedo decir que tengo libertad de cine. Este sentido de libertad se entiende bien. El segundo sentido, que no se entiende bien, es el que usan los filósofos desde la Edad Media en sus discusiones sobre el libre albedrío y la voluntad. Viene a sostener que no somos verdaderamente libres si estamos influidos por la publicidad, la educación, el entorno familiar o las novelas que leemos, y ahora habría que añadir los genes o la estructura innata de nuestro cerebro. Pero esto es manifiestamente absurdo. Yo no dejo de ser libre por haber recibido una educación, ni tampoco por el hecho de que mi comportamiento tenga tendencias genéticas. Ninguna de esas tendencias es determinista.

¿Y la voluntad?

Si un niño quiere un pastel, se debe en cierta medida a sus genes, que han programado su cerebro para disfrutar del dulce, pero eso no quiere decir que el niño no quiera el pastel: lo quiere de verdad. Si yo tengo sed, quiero beber. Mi libre voluntad es beber, por más que haya razones fisiológicas obvias que afecten a mi decisión. Si sólo es libre quien no tiene ningún sesgo en absoluto, ninguna influencia de ningún tipo, entonces la libertad no existe. Ni siquiera la libertad de cine, puesto que si mucha gente me ha hablado de una película, eso afectará mi decisión de ir a verla o no.

Usted aboga por eliminar todo ‘grupismo’: no se puede valorar a una persona por el grupo al que pertenece. Pero, una vez eliminados los grupismos evidentes –la nación, la raza, la religión, la lengua—, ¿no quedará siempre el ‘grupismo’ de la normalidad?

La palabra normal tiene dos sentidos: el estadístico (lo normal es lo más frecuente) y el moral. Es muy importante evitar la contaminación entre ambos. Fíjese en que todas las cosas muy buenas son anormales en el primer sentido. Los genios de la música o los grandes matemáticos son gente poco normal, y en ese sentido la historia está llena de anormales inscritos con letras de oro. Lo que ocurre es que hay muchas personas sin autoestima que se sienten acomplejadas, y son éstas las que tienden a confundir el primer significado con el segundo, a convertir la normalidad –lo frecuente– en un valor. Es un grave error. Debemos convertir la normalidad en un concepto aséptico, estadístico, sin ninguna connotación moral.

Dice usted que, en ausencia de toda discriminación, muchas mujeres seguirían renunciando a ciertas oportunidades profesionales porque no quieren descuidar los aspectos personales y familiares de su vida. Pero ¿no es una discriminación el hecho de que los puestos altos del trabajo sean incompatibles con la vida que quieren llevar la mayoría de las mujeres?

Todo sistema de selección profesional que tenga en cuenta el sexo supone una discriminación, y nuestras sociedades están llenas de discriminaciones contra la mujer por todas partes. Pero no creo que tenga sentido llamar discriminatorio a un sistema de selección sólo porque sus resultados no sean proporcionales. Por ejemplo, del mero hecho de que no haya extremeños en la Orquesta Nacional no podemos concluir que la orquesta discrimine a Extremadura. Si una empresa tiene dos candidatos iguales en todo excepto en el sexo, y elige al hombre, está discriminando a la mujer. Pero si la empresa ofrece el puesto a los dos, muchas veces al hombre le sale de las hormonas desentenderse de sus hijos y entregarse a la empresa, mientras que muchas mujeres renuncian voluntariamente al ascenso antes que eso. Son decisiones individuales, y no creo que constituyan una discriminación. Yo no estoy convencido de que la decisión del hombre sea mejor que la de la mujer, pero el caso es que no es una discriminación, sino una adaptación a los fines que la empresa persigue.

¿Hay derechos indiscutibles, como los derechos humanos?

Al igual que las naciones, los derechos no existen, son convenciones, y esto incluye los derechos humanos. El derecho a no ser esclavizado le parece obvio a todo el mundo, pero sólo es un derecho desde el siglo XVIII, y antes no le parecía obvio a casi nadie. Los niños tienen derecho a ir a la escuela, pero sólo desde el siglo XIX. ¡Antes sólo iban a la escuela los curas! Tener un ordenador será algún día un derecho obvio, pero ahora mismo no ocurre así. Si algún argumento sobre los derechos tiene carácter universal, es precisamente porque se refiere a la naturaleza humana. Yo no puedo aceptar que “conservar el clítoris intacto” sea sólo un derecho de las mujeres europeas, porque tener clítoris es lo natural. El pie femenino es como es por naturaleza, no como querían hacerlo parecer los chinos a costa de torturar a las niñas con vendajes. Son derechos con vocación universal porque están basados en una naturaleza humana que también lo es.

Cada época tiene su retórica moral. Los pensadores de la antigüedad no hablaban de derechos, sino de “bienes y males”. En la Edad Media, toda la discusión moral se centraba en la idea de pecado, y Kant sólo hablaba de “deberes”, que en efecto es lo mismo que hablar de derechos, puesto que todo derecho que se me reconozca a mí implica unos deberes para los demás. En nuestra época hablamos de derechos, pero no hay que dejarse arrastrar por la retórica. Yo estoy contra la caza y las corridas de toros, pero no pretendo basar ese rechazo en unos supuestos derechos de los animales.

¿Hasta qué punto la Iglesia católica, con su oposición a las técnicas contraceptivas y de planificación familiar, es responsable del subdesarrollo del Tercer Mundo?

No es en absoluto una casualidad que los mayores índices de natalidad se den precisamente en los países más pobres del mundo. El exceso de población es una de las principales causas del hambre, las plagas y todos los demás jinetes del Apocalipsis. En esos países, una familia tiene que elegir entre alimentar y educar bien a un hijo o malcriar a 10, condenándolos de nuevo al subdesarrollo, la miseria y la enfermedad.

Los organismos internacionales aconsejan a los Gobiernos de los países en desarrollo establecer políticas vigorosas de control de la natalidad, porque son indispensables para romper el círculo infernal del hambre y la miseria, y los Gobiernos lo habrían hecho hace tiempo si no fuera por la presión del fanatismo religioso, y en especial de la Iglesia católica. Pablo VI condenó la planificación familiar, la anticoncepción y el aborto en una encíclica, ya en 1968. Juan Pablo II, el Papa viajero, ha sido un verdadero vendedor ambulante de irracionalidad demográfica, y la influencia católica es la causa de que el aborto siga prohibido en toda Latinoamérica. No hace falta hablar del sida y los condones. Además, el Vaticano es incoherente, puesto que, si rechaza los condones porque erosionan el valor supremo de la reproducción, no habría peor pecado que la castidad, y sin embargo, ya ve usted. La Iglesia sigue con la estrategia de la sopa boba. Dad de comer al hambriento, y que se resigne a seguir siendo pobre. Es fundamentalismo.

¿Por qué sigue prohibida la eutanasia?

Está prohibida en la mayoría de los países, pero siempre que se ha procesado a un médico y el caso ha llegado a un tribunal con jurado, el médico ha salido absuelto. Casi todo el mundo entiende que el objetivo de la eutanasia es evitar el sufrimiento inútil, y el legislador lo tendría realmente fácil si quisiera elaborar una normativa racional. Ni la persona más conservadora querría para sí el encarnizamiento terapéutico que sufrió Franco al final de su vida, ni el que padece ahora Sharon. ¿Qué sentido tiene? Se suele aducir el miedo a que se abuse de la eutanasia, que se use para asesinar a alguien, pero eso se puede aducir de cualquier cosa, habría que prohibir los bisturíes. Las mismas personas que rechazan la eutanasia y el suicidio asistido por el tabú de la muerte suelen apoyar la guerra. La muerte de 3.000 personas bajo las bombas no parece ser tabú para ellos. Si una persona ha decidido serenamente que su vida ya no vale la pena vivirse, ni el Estado ni la Iglesia pueden obligarla a seguir viviendo. Es sólo su decisión individual. En Holanda ya se practican miles de eutanasias legales al año, y espero que pronto se legalice en los demás países.

Usted no sólo defiende la ciencia como sistema de conocimiento, sino también como sustituto de la religión, como cosmovisión, como la única fuente de trascendencia que podemos esperar. Sin embargo, hay científicos como el premio Nobel Steven Weinberg que rechazan ese punto de vista. Dicen que la ciencia sólo sirve para hacer predicciones sobre los procesos físicos, y que no puede aportar ninguna visión del mundo ni del cosmos.

No hay que fiarse mucho de Weinberg, porque primero dice eso, y se mete mucho con los filósofos, pero luego es el científico que más libros de filosofía ha escrito. Prefiero la idea de Bertrand Russell, que pensaba que la contemplación del cosmos “nos hace ciudadanos del universo, y no sólo de una ciudad amurallada en guerra con las demás”. Puesto que la creencia en un Dios personal es producto del miedo, la única religiosidad que nos queda, y la única compatible con la ciencia, es la de Spinoza y Einstein, la que identifica a Dios con la naturaleza. Einstein creía que, por medio del entendimiento, el ser humano puede liberarse de las supersticiones y los deseos personales, y conseguir una “actitud mental humilde” ante el cosmos. La posibilidad de sintonizar con el universo también forma parte de la naturaleza humana.

Fuente: Diario El País. 05/03/2006.

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