Por: Javier Cercas (Escritor)
El mercado de las ideas es como el otro: hay productos que de golpe se ponen de moda y de golpe, tras envejecer rápidamente y demostrar su inoperancia o su tosquedad, desaparecen; lo curioso es que, a veces, algunos vuelven a aparecer, igual que si se hubieran hecho un lifting y su juventud artificial ocultara su olvidada tosquedad, o su inoperancia. Es lo que puede pasar ahora mismo, en el mercado de las ideas estéticas, con lo que yo llamaría la falacia política, un error que circuló con profusión a mediados del siglo pasado y que parece prosperar de nuevo.
Pocos la habrán formulado últimamente con mayor claridad que Slavoj Zizek. En Boinas verdes con rostro humano (EL PAÍS, 29-3-2010), Zizek oponía las dos grandes candidatas al Oscar del año pasado: Avatar, de James Cameron, y En tierra hostil, de Kathryn Bigelow; según Zizek, mientras Avatar toma partido contra el complejo industrial-militar mundial, "retratando al Ejército de la superpotencia como una fuerza de destrucción brutal al servicio de grandes intereses industriales", En tierra hostil no solo ignora el debate sobre la intervención militar de Estados Unidos en Irak sino que, mediante la humanización de los soldados protagonistas, pretende borrar el trasfondo político del conflicto -qué demonios hace el Ejército norteamericano en aquel país-, y se convierte así en una acrítica declaración de solidaridad con los combatientes estadounidenses y poco menos que en una apología encubierta de la guerra de Irak, tomando partido en favor de los malos donde Avatar tomaba partido en favor de los buenos. El resultado casi inevitable de esta argumentación es que Zizek postula que Avatar es una película superior a En tierra hostil. Casi inevitable, pero disparatado. De entrada, porque se antoja harto inverosímil preferir una película efectista, intrascendente y derivativa como la de Cameron a una película considerable como la de Bigelow (considerable y, como tantas películas considerables, provocadora y considerablemente peligrosa). Pero, además, y sobre todo, si aceptamos el argumento de Zizek y negamos el valor de una película que parece defender una causa injusta y humaniza a los malvados, no solo no podríamos gozar de En tierra hostil quienes consideramos que la guerra de Irak fue un error; tampoco podríamos gozar de las películas de John Ford quienes sabemos que los norteamericanos cometieron un genocidio contra las tribus indias de su país, ni podríamos gozar de El padrino quienes consideramos que los mafiosos son unos indeseables y que habría que meterlos a todos en la cárcel. El error de Zizek consiste en identificar sin más arte y política; también, por decirlo a la manera aristotélica, en identificar poesía e historia. Como recordarán, Aristóteles sostenía que poesía e historia se guían por fines distintos: la historia trata de lo concreto, de lo particular, de lo que les ocurre a determinadas personas en determinado momento y lugar; por el contrario, la poesía (o, añado yo, el arte) trata de lo general, de lo universal, de lo que les ocurre a todas las personas en cualquier circunstancia y lugar. Visto así, es absurdo exigirle a En tierra hostil que describa la realidad concreta de la concreta guerra de Irak, no digamos que la denuncie; su obligación, si la tiene, consiste en indagar qué hay de universal en esa guerra concreta, qué hay en esa guerra particular que la iguala con todas las guerras; del mismo modo, la obra de Ford no es una crónica de la conquista del Oeste (o no solo) sino un canto épico y virgiliano a las armas y al varón, y El padrino no es una crónica de la mafia italoamericana (o no solo) sino la tragedia de un hombre incapaz de escapar a su destino.
No hay arte serio que no aspire a cambiar el mundo. Pero la forma en que el arte cambia el mundo es distinta -más lenta, más compleja y más sutil, tal vez más profunda- de la forma en que lo cambia la política; de hecho, a lo que el arte aspira no es exactamente a cambiar el mundo sino a cambiar nuestra percepción del mundo: esa es su forma de cambiar el mundo. He dicho que la forma en que lo hace es distinta de la de la política; quizá es opuesta. El político busca cambiar el mundo simplificando problemas complejos con el fin de resolverlos; el artista busca lo contrario: toma un problema complejo y lo vuelve todavía más complejo, para, reinventándola, mostrar la realidad tal y como es (por eso el arte de verdad siempre humaniza a los malvados: porque, aunque sean malvados, o precisamente porque lo son, también son humanos). Esta es una de las razones por las que arte y política mezclan mal y por las que, salvo excepciones, los artistas son pésimos políticos y los políticos pésimos artistas. Todo lo cual no significa, casi sobra decirlo, que no haya un gran arte político, ni siquiera que toda obra de arte no admita una lectura política; significa solo que identificar sin más los fines del arte con los de la política es hacerle un flaco favor al arte. Y, de paso, a la política.
Fuente: Diario El País (España). 21/11/2010.
El mercado de las ideas es como el otro: hay productos que de golpe se ponen de moda y de golpe, tras envejecer rápidamente y demostrar su inoperancia o su tosquedad, desaparecen; lo curioso es que, a veces, algunos vuelven a aparecer, igual que si se hubieran hecho un lifting y su juventud artificial ocultara su olvidada tosquedad, o su inoperancia. Es lo que puede pasar ahora mismo, en el mercado de las ideas estéticas, con lo que yo llamaría la falacia política, un error que circuló con profusión a mediados del siglo pasado y que parece prosperar de nuevo.
Pocos la habrán formulado últimamente con mayor claridad que Slavoj Zizek. En Boinas verdes con rostro humano (EL PAÍS, 29-3-2010), Zizek oponía las dos grandes candidatas al Oscar del año pasado: Avatar, de James Cameron, y En tierra hostil, de Kathryn Bigelow; según Zizek, mientras Avatar toma partido contra el complejo industrial-militar mundial, "retratando al Ejército de la superpotencia como una fuerza de destrucción brutal al servicio de grandes intereses industriales", En tierra hostil no solo ignora el debate sobre la intervención militar de Estados Unidos en Irak sino que, mediante la humanización de los soldados protagonistas, pretende borrar el trasfondo político del conflicto -qué demonios hace el Ejército norteamericano en aquel país-, y se convierte así en una acrítica declaración de solidaridad con los combatientes estadounidenses y poco menos que en una apología encubierta de la guerra de Irak, tomando partido en favor de los malos donde Avatar tomaba partido en favor de los buenos. El resultado casi inevitable de esta argumentación es que Zizek postula que Avatar es una película superior a En tierra hostil. Casi inevitable, pero disparatado. De entrada, porque se antoja harto inverosímil preferir una película efectista, intrascendente y derivativa como la de Cameron a una película considerable como la de Bigelow (considerable y, como tantas películas considerables, provocadora y considerablemente peligrosa). Pero, además, y sobre todo, si aceptamos el argumento de Zizek y negamos el valor de una película que parece defender una causa injusta y humaniza a los malvados, no solo no podríamos gozar de En tierra hostil quienes consideramos que la guerra de Irak fue un error; tampoco podríamos gozar de las películas de John Ford quienes sabemos que los norteamericanos cometieron un genocidio contra las tribus indias de su país, ni podríamos gozar de El padrino quienes consideramos que los mafiosos son unos indeseables y que habría que meterlos a todos en la cárcel. El error de Zizek consiste en identificar sin más arte y política; también, por decirlo a la manera aristotélica, en identificar poesía e historia. Como recordarán, Aristóteles sostenía que poesía e historia se guían por fines distintos: la historia trata de lo concreto, de lo particular, de lo que les ocurre a determinadas personas en determinado momento y lugar; por el contrario, la poesía (o, añado yo, el arte) trata de lo general, de lo universal, de lo que les ocurre a todas las personas en cualquier circunstancia y lugar. Visto así, es absurdo exigirle a En tierra hostil que describa la realidad concreta de la concreta guerra de Irak, no digamos que la denuncie; su obligación, si la tiene, consiste en indagar qué hay de universal en esa guerra concreta, qué hay en esa guerra particular que la iguala con todas las guerras; del mismo modo, la obra de Ford no es una crónica de la conquista del Oeste (o no solo) sino un canto épico y virgiliano a las armas y al varón, y El padrino no es una crónica de la mafia italoamericana (o no solo) sino la tragedia de un hombre incapaz de escapar a su destino.
No hay arte serio que no aspire a cambiar el mundo. Pero la forma en que el arte cambia el mundo es distinta -más lenta, más compleja y más sutil, tal vez más profunda- de la forma en que lo cambia la política; de hecho, a lo que el arte aspira no es exactamente a cambiar el mundo sino a cambiar nuestra percepción del mundo: esa es su forma de cambiar el mundo. He dicho que la forma en que lo hace es distinta de la de la política; quizá es opuesta. El político busca cambiar el mundo simplificando problemas complejos con el fin de resolverlos; el artista busca lo contrario: toma un problema complejo y lo vuelve todavía más complejo, para, reinventándola, mostrar la realidad tal y como es (por eso el arte de verdad siempre humaniza a los malvados: porque, aunque sean malvados, o precisamente porque lo son, también son humanos). Esta es una de las razones por las que arte y política mezclan mal y por las que, salvo excepciones, los artistas son pésimos políticos y los políticos pésimos artistas. Todo lo cual no significa, casi sobra decirlo, que no haya un gran arte político, ni siquiera que toda obra de arte no admita una lectura política; significa solo que identificar sin más los fines del arte con los de la política es hacerle un flaco favor al arte. Y, de paso, a la política.
Fuente: Diario El País (España). 21/11/2010.
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